sexta-feira, 8 de março de 2013

VIII. LA DOMA


La llanura es bella y terrible a la vez; en ella caben, holgadamente, hermosa vida y muerte atroz. Ésta acecha por todas partes; pero allí nadie la teme. El Llano asusta; pero el miedo del Llano no enfría el corazón; es caliente como el gran viento de su soleada inmensidad, como la fiebre de sus esteros.
El Llano enloquece, y la locura del hombre de la tierra ancha y libre es ser llanero siempre. En la guerra buena, esa locura fue la carga irresistible del pajonal incendiado en Mucuritas y el retozo heroico de Queseras del Medio; en el trabajo: la doma y el ojeo, que no son trabajos, sino temeridades; en el descanso: la llanura en la malicia del «cacho», en la bellaquería del «pasaje», en la melancolía sensual de la copla; en el perezoso abandono: la tierra inmensa por delante y no andar, el horizonte todo abierto y no buscar nada; en la amistad: la desconfianza, al principio, y luego la franqueza absoluta; en el odio: la arremetida impetuosa; en el amor: «primero mi caballo». ¡La llanura siempre!
Tierra abierta y tendida, buena para el esfuerzo y para la hazaña; toda horizontes, como la esperanza, toda caminos, como la voluntad.
–¡Alivántense, muchachos! Que ya viene la aurora con los lebrunos del día.
Es la voz de Pajarote, que siempre amanece de buen humor, y son los lebrunos del día –metáfora ingenua de ganadero poeta– las redondas nubecillas que el alba va coloreando en el horizonte, tras la ceja obscura de una mata.
Ya en la cocina, un mecho de sebo pendiente del techo alumbra, entre las paredes cubiertas de hollín, la colada del café, y uno a uno van acercándose a la puerta los peones madrugadores. Casilda les sirve la aromática infusión, y, entre sorbo y sorbo, ellos hablan de las faenas del día.
Todos parecen muy esperanzados; menos Carmelito, que ya tiene ensillado el caballo para marcharse. Antonio dice:
–Lo primero que hay que hacer es jinetear el potro alazano tostado, porque el doctor necesita una bestia buena para su silla, y ese mostrenco es de los mejores.
–¡Que si es bueno! –apoya Venancio, el amansador.
Y Pajarote agrega:

–Como que el don Balbino, que de eso sí sabe y no se le puede quitar, ya lo tenía visteado para cogérselo.
Mientras Carmelito, para sus adentros:
–Lástima de bestia, hecha para llevar más hombre encima.
Y cuando los peones se dirigieron a la corraleja donde estaba el potro, detuvo a Antonio y le dijo:
–Siento tener que participarte que yo he decidido no continuar en Altamira. No me preguntes por qué.
–No te lo pregunto, porque ya sé lo que te pasa, Carmelito –replicó Antonio–. Ni tampoco te pido que no te vayas, aunque contigo contaba, más que con ningún otro; pero si te voy a hacer una exigencia. Aguárdate un poco. Un par de días no más, mientras yo me acomodo a la falta que me vas a hacer.
Y Carmelito, comprendiendo que Antonio le pedía aquel plazo con la esperanza de verlo rectificar el concepto que se había formado del amo, accedió:
–Bueno. Voy a complacerte. Por ser cosa tuya, me quedo hasta que te acomodes, como dices. Aunque hay cosas que no tienen acomodo en esta tierra.
Avanza el rápido amanecer llanero. Comienza a moverse sobre la sabana la fresca brisa matinal, que huele a mastranto y a ganados. Empiezan a bajar las gallinas de las ramas del totumo y del merecure; el talisayo insaciable les arrastra el manto de oro del ala ahuecada, y una a una las hace esponjarse de amor. Silban las perdices entre los pastos. En el paloapique de la majada, una paraulata rompe su trino de plata. Pasan los voraces pericos, en bulliciosas bandadas; más arriba, la algarabía de los bandos de güiriríes, los rojos rosarios de coroceras; más arriba todavía, las garzas blancas, serenas y silenciosas. Y bajo la salvaje algarabía de las aves que doran sus alas en la tierna luz del amanecer, sobre la ancha tierra por donde ya se dispersan los rebaños bravíos y galopan las yeguadas cerriles saludando al día con el clarín del relincho, palpita con un ritmo amplio y poderoso la vida libre y recia de la llanura. Santos Luzardo contempla el espectáculo desde el corredor de la casa y siente que en lo íntimo de su ser olvidados sentimientos se le ponen al acorde de aquel bárbaro ritmo.
Voces alteradas, allá junto a la corraleja, interrumpieron su contemplación:
–Ese mostrenco pertenece al doctor Luzardo, porque fue cazado en sabanas de Altamira, y a mí no me venga usted con cuentos de que es hijo de una yegua miedeña. Ya aquí se acabaron los manotees.
Era Antonio Sandoval, encarado con un hombrachón que acababa de llegar, y le pedía cuentas por haber mandado a enlazar el potro alazano, del cual poco antes le hablara el amansador.
Santos comprendió que el recién llegado debía de ser su mayordomo Balbino Paiba y se dirigió a la corraleja a ponerle fin a la pendencia.
–¿Qué pasa? –les preguntó.
Mas, como ni Antonio, por impedírselo el sofocón del coraje, ni el otro, por no dignarse dar explicaciones, respondían a sus palabras, insistió, autoritariamente y encarándose con el recién llegado:
–¿Qué sucede? Pregunto.
–Que este hombre se me ha insolentado –respondió el hombretón.
–¿Y usted quién es? –inquirió Luzardo, como si no sospechase quién pudiera ser.
–Balbino Paiba. Para servirle.
–¡Ah! –exclamó Santos, continuando la ficción–. ¡Conque es usted el mayordomo! ¡A buena hora se presenta! Y llega buscando pendencias en vez de venir a presentarme sus excusas por no haber estado aquí anoche, como era su deber.
Una manotada a los bigotes y una respuesta que no estaba en el plan que Balbino se había trazado para imponérsele a Luzardo desde el primer momento.

–Yo no sabía que usted venía anoche. Ahora es que vengo a darme cuenta de que se hallaba aquí. Digo, porque supongo que debe de ser usted el amo, para hablarme así.
–Hace bien en suponerlo.
Pero ya Paiba había reaccionado del momentáneo desconcierto que le produjera la inesperada actitud enérgica de Luzardo, y tratando de recuperar el terreno perdido, dijo:
–Bueno. Ya he presentado mis excusas. Ahora me parece que le toca a usted, porque el tono con que me ha hablado... Francamente... No es el que estoy acostumbrado a oír cuando alguien me dirige la palabra.
Sin perder su aplomo y con una leve sonrisa irónica, Santos replicó:
–Pues no es usted muy exigente.
–Tenemos jefe –se dijo Pajarote.
Y ya no le quedaron a Balbino ganas de bravuconadas ni esperanzas de mayordomías.
–¿Quiere decir que estoy dado de baja y que, por consiguiente, aquí se terminó mi papel?
–Todavía no. Aún le falta rendirme cuentas de su administración. Pero eso será más tarde.
Y le dio la espalda, a tiempo que Balbino concluía a regañadientes:
–Cuando usted lo disponga.
Antonio buscó con la mirada a Carmelito, y Pajarote, dirigiéndose a María Nieves y a Venancio –que estaban dentro de la corraleja esperando el resultado de la escena y aparentemente ocupados en preparar los cabos de soga para maniatar el alazano– les gritó, llenas de intenciones las palabras:
–¡Bueno, muchachos! ¿Qué hacen ustedes que todavía no han maroteado a ese mostrenco? Mírenlo como está temblando de rabia que parece miedo. Y eso que sólo le han dejado ver la marota. ¿Qué será cuando lo tengamos planeado contra el suelo?
–¡Y que va a ser ya! ¡Vamos a ver si se quita esas marotas como se quitó las otras! –añadieron María Nieves y Venancio, celebrando con risotadas la doble intención de las palabras del compañero, que tanto se referían a Balbino como al alazano.
Brioso, fino de líneas y de gallarda alzada, brillante el pelo y la mirada fogosa, el animal indómito había reventado, en efecto, las maneas que le pusieron al cazarlo y, avisado por el instinto de que era el objeto de la operación que preparaban los peones, se defendía procurando estar siempre en medio de la madrina de mostrencos que correteaban de aquí para allá dentro de la corraleja.
Al fin, Pajarote logró apoderarse del cabo de soga que llevaba a rastras, y, palanqueándose, con los pies clavados en el suelo y el cuerpo echado atrás, resistió el envión de la bestia, dando con ella en tierra.
–Guayuquéalo, catire –le gritó María Nieves–. No lo dejes que se pare.
Pero en seguida el alazano se enderezó sobre sus remos, tembloroso de coraje. Pajarote lo dejó que se apaciguara y cobrara confianza, y luego fue acercándosele, poco a poco, para ponerle el tapaojos.
Vibrante y con las pupilas inyectadas por la cólera, el potro lo dejaba aproximarse; pero Antonio le adivinó la intención y gritó a Pajarote:
–¡Ten cuidado! Ese animal te va a manotear.
Pajarote adelantó lentamente el brazo, mas no llegó a ponerle el tapaojos, pues en cuanto le tocó las orejas, el mostrenco se le abalanzó, tirándole a la cara. De un salto ágil, el hombre logró ponerse fuera de su alcance, exclamando:
–¡Ah hijo de puya bien resabiao!
Pero este breve instante fue suficiente para que el potro corriera a defenderse otra vez dentro de la madrina de mostrencos que presenciaban la operación, erguidos los pescuezos, derechas las orejas.

–Enguaralalo –ordenó Antonio–. Échale un lazo gotero.
Y allí mismo estuvo el alazán atrincándose el nudo corredizo. María Nieves y Venancio se precipitaron a echarle las marotas, y con esto y la asfixia del lazo, el mostrenco se planeó contra la tierra y se quedó dominado y jadeante.
Puestos el tapaojos y la cabezada, y abrochadas las «sueltas», dejáronlo enderezarse sobre sus remos, y en seguida Venancio procedió a ponerle el simple apero que usa el amansador. El mostrenco se debatía encabritándose y lanzando coces, y cuando comprendió que era inútil defenderse, se quedó quieto, tetanizado por la cólera y bañado en sudor, bajo la injuria del apero que nunca habían sufrido sus lomos.
Todo esto lo había presenciado Santos Luzardo junto al tranquero del corral, con el ánimo excitado por la evocación de su infancia, a caballo en pelo contra el gran viento de la llanura, cuando, a tiempo que Venancio se disponía a echarle la pierna al alazán, oyó que Antonio le decía, tuteándolo:
–Santos. ¿Te acuerdas de cuando jineteabas, tú mismo, las bestias que el viejo escogía para ti?
Y no fue necesario más para que comprendiera lo que el peón fiel quería decirle con aquella pregunta. ¡La doma! La prueba máxima de llanería, la demostración de valor y de destreza que aquellos hombres esperaban para acatarlo. Maquinalmente buscó con la mirada a Carmelito, que estaba de codos sobre la palizada, al extremo opuesto de la corraleja, y con una decisión fulgurante, dijo:
–Deje, Venancio. Seré yo quien lo jineteará.
Antonio sonrió, complacido en no haberse equivocado respecto a la hombría del amo; Venancio y María Nieves se miraron, sorprendidos y desconfiados, y Pajarote, con su ruda franqueza:
–No hay necesidad de eso, doctor. Aquí todos sabemos que usted es hombre para lo que se necesite. Deje que se lo jinetee Venancio.
Pero ya Santos no atendía razones y saltó sobre la bestia indómita, que se arrasó casi contra el suelo al sentirlo sobre sus lomos.
Carmelito hizo un ademán de sorpresa y luego se quedó inmóvil, fijo en los mínimos movimientos del jinete, bajo cuyas piernas remachadas a la silla, el alazán, cohibido por el tapaojos y sostenido del bozal por Pajarote y María Nieves, se estremecía de coraje, bañado en sudor, dilatados los belfos ardientes.
Y Balbino Paiba, que se había quedado por allí en espera de que se le proporcionara oportunidad de demostrarle a Luzardo, si éste volvía a dirigirle la palabra, que aún no había pasado el peligro a que se arriesgara al hablarle como lo hiciera, sonrió despectivamente y se dijo:
–Ya este... patiquincito va a estar clavando la cabeza en su propia tierra.
Mientras Antonio se afanaba en dar los inútiles consejos, la teoría que no podía habérsele olvidado a Santos:
–Déjalo correr todo lo que quiera al principio, y luego lo va trajinando, poco a poco, con la falseta. No lo sobe sino cuando sea muy necesario y acomódese para el arranque, porque este alazano es barajustador, de los que poco corcovean, pero se disparan como alma que lleva el diablo. Venancio y yo iremos de amadrinadores.
Pero Luzardo no atendía sino a sus propios sentimientos, ímpetus avasalladores que le hacían vibrar los nervios, como al caballo salvaje loa suyos, y dio la voz, a tiempo que se inclinaba a alzar el tapaojos:
–¡Denle el llano!
–¡En el nombre de Dios! –exclamó Antonio.
Pajarote y María Nieves dejaron libre la bestia, abriéndose rápidamente a uno y otro lado. Retembló el suelo bajo el corcovear furioso, una sola pieza jinete y caballo, se levantó una polvareda, y aún no se había desvanecido cuando, ya el alazano iba lejos, bebiéndose los aires de la sabana sin fin.
Detrás, tendidos sobre las crines de las bestias amadrinadoras, pero a cada tranco más rezagados, corrían Antonio y Venancio.


Carmelito murmuró emocionado:
–Me equivoqué con el hombre.
A tiempo que Pajarote exclamaba:
–¿No le dije, Carmelito, que la corbata era para taparse los pelos del pecho, de puro enmarañados que los tenía el hombre? ¡Mírenlo cómo se agarra! Para que ese caballo lo tumbe tiene que aspearse patas arriba.
Y en seguida, para Balbino, ya francamente provocador:
–Ya van a saber los fustaneros lo que son calzones bien puestos. Ahora es cuando vamos a ver si es verdad que todo lo que ronca es tigre.
Pero Balbino se hizo el desentendido, porque cuando Pajarote se atrevía nunca se quedaba en las palabras.
«Hay tiempo para todo –pensó–. Bríos tiene el patiquincito; pero todavía no ha regresado el alazano y puede que ni vuelva. La sabana parece muy llanita, vista así por encima del pajonal; pero tiene sus saltanejas y sus desnucaderos.»
No obstante, después de haber dado unas vueltas por los caneyes, buscando lo que por allí no tenía, volvió a echarle la pierna a su caballo y abandonó Altamira, sin esperar a que lo obligaran a rendir cuenta de sus bribonadas.
¡Ancha tierra, buena para el esfuerzo y para la hazaña! El anillo de espejismos que circunda la sabana se ha puesto a girar sobre el eje del vértigo. El viento silba en los oídos, el pajonal se abre y se cierra en seguida, el juncal chaparrea y corta las carnes; pero el cuerpo no siente golpes ni heridas. A veces no hay tierra bajo las patas del caballo; pero bombas y saltanejas son peligros de muerte sobre los cuales se pasa volando. El galope es un redoblante que llena el ámbito de la llanura. ¡Ancha tierra para correr días enteros! ¡Siempre habrá más llano por delante!
Al fin comienza a ceder la bravura de la bestia. Ya está cogiendo un trote más y más sosegado. Ya camina a medio casco y resopla, sacudiendo la cabeza bañada en sudor, cubierta de espuma, dominada, pero todavía arrogante. Ya se acerca a las casas entre la pareja de amadrinadores, y relincha engreída, porque si ya no es libre, a lo menos trae un hombre encima.
Y Pajarote la recibe con el elogio llanero:
–¡Alazán tostao, primero muerto que cansao!





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