quarta-feira, 6 de março de 2013

V. LA LANZA EN EL MURO


Del que seguían las bestias, sendero abierto por las pezuñas del ganado, se levantaban con silencioso vuelo las lechuzas y aguaitacaminos, encandilados todavía por la claridad diurna, y al paso de la cabalgata lanzaban sus ásperos gritos de alerta los alcaravanes que duermen al raso de la sabana.
Parejas de venados huían por todas partes, hasta perderse de vista. Distante, en la contraluz de un crepúsculo de colores calientes y suntuosos, se destacaba la silueta de un jinete que iba arreando un rebaño. Reses señeras se engreían, aquí y allá, amenazantes, o se disparaban ariscas, a la vista del hombre, al aire las pencas; otras, mansas, se encaminaban, paso a paso y por distintos rumbos, hacia el punto del horizonte donde ya se elevaban las blancas humaredas de la boñiga seca que era costumbre quemar en las inmediaciones del hato, al aproximarse la noche para que el ganado disperso por la sabana buscase los corrales. Lejos se levantaba la polvareda de una «rochela» de caballos salvajes. Un bando de garzas se alejaba hacia el Sur, una tras otra en la armoniosa serenidad del vuelo.
Pero era un cuadro de desolación dentro del grandioso marco de la llanura. Ya le habían dicho a Santos Luzardo que en Altamira no quedaban sino unas «paraparas» y, en efecto, toda aquella hacienda que se movía entre el inmenso paño de sabana, sería apenas un centenar entre bestias y reses, cuando, antes, hasta los tiempos de José Luzardo, eran yeguadas y rebaños numerosos.
–¡Se acabó esto! –exclamó Santos–. ¿A qué he venido si aquí no hay nada que salvar?
–Hágase cargo –dijo Antonio–, Por un lado, doña Bárbara y por el otro una runfla de mayordomos, a cual más ladrones, haciendo de las suyas con el ganado de acá. Y como si fuera poco, los cuatreros del Cunaviche metiéndose en Altamira, como río en conuco, cada vez que les da la gana; los revolucionarios por un lado, y por el otro las comisiones del Gobierno que vienen a buscar caballos, y de aquí es de donde se los llevan, porque doña Bárbara, para que no le quiten los suyos, las endilga para acá.
–El desastre –concluyó Santos–. ¡Y yo en Caracas tan tranquilo!
–Pero todavía queda, doctor. Puras cimarroneras, y a Dios gracias, porque si no, a estas horas también le habrían manoteado esas reses. En Altamira, afortunadamente, desde el 90 para acá, con la soltada de las queseras, todo el ganado se estaba alzando. Las cimarroneras, que de por sí son una ruina, han sido aquí una salvación, porque, como dan tanta brega, los mayordomos, conchabados con los vecinos, se han contentado con cogerse el ganado manso. Una de estas noches lo voy a llevar al mastrantal de Mata Luzardera para que se dé una idea de la plata que todavía tiene que defender. Pero si se hubiera dilatado en venir unos días más, ni eso habría encontrado, pues ya el don Balbino tenía dispuesto empezar a darles choques a las cimarroneras para repartírselas con doña Bárbara. Por algo se ha enredado ella con él.
–¡Cómo! ¿De modo que Paiba es el amante de turno de doña Bárbara?
–Pero ¿usted no lo sabía, doctor? ¡Ah, caramba! Si por eso es que está él aquí. A lo menos, la misma doña Bárbara dice que fue ella quien hizo poner a Balbino en Altamira.
Y fue entonces cuando Santos vino a darse cuenta de la traición del apoderado que le recomendara a Paiba, encima de haber dejado perderse la causa que él le confiara.
Una leve sonrisa, que sólo la mirada zahorí de Antonio podía percibir, cruzó por el rostro de Carmelito, y ya aquél se arrepentía de las palabras con que había puesto en evidencia la desairada situación de Luzardo, cuando descubrió también en éste, por el fiero gesto, el encabritamiento de la hombría que Carmelito –claro estaba para él– no le reconocía, y de la cual él mismo había llegado a dudar por un momento hacía poco.

–Tenemos hombre –se dijo para sus adentros, complacido en el hallazgo–. La raza de los Luzardos no se ha acabado todavía.
Guardó respetuoso silencio el peón leal; Carmelito continuó hermético, y por largo rato sólo se escucharon las pisadas de los caballos. Luego, allá lejos, por donde iba, negra en la contraluz del crepúsculo, la silueta del jinete en pos del rebaño, un cantar de notas largas, tendido en la muda inmensidad.
Ya la emoción apaciguante del paisaje natal volvió a apoderarse del ánimo de Santos. Dejó vagar la vista, desarrugando el ceño, por la ancha tierra, y fueron acudiendo a sus labios los nombres familiares de los sitios que recorría a la distancia:
–Mata Oscura, Uveral, Corozalito. El palmar de La Chusmita.
Cosa de un instante nada más, al pronunciar el nombre del lugar aciago, causa de la discordia que destruyó a su familia, sintió que surgían intempestivamente del fondo de su ser torvos sentimientos que le obscurecían la recuperada serenidad del ánimo. ¿Acaso el odio de los Luzardos por los Barqueros, la pasión de la cual se creía exento?
Y a tiempo que se le hacía la interrogación, reveladora de conciencia alerta, oyó que Antonio, fiel también al rencor de «la familia» como, por antonomasia, decían los Sandovales, murmuraba:
–¡El maldito palmar! Sí, señor. Allá está purgando en vida su crimen el que azuzó al hijo contra el padre.
Referíase a Lorenzo Barquero, instigador de Félix Luzardo la tarde de la monstruosa tragedia de la gallera, y parecía verdaderamente suyo el rencor que le vibraba en la voz.
En cambio, tras una breve pausa, Santos se complació en comprobar que sólo un interés compasivo lo movía ya a hacer esta pregunta:
–¿Vive todavía el pobre Lorenzo?
–Si se puede llamar vida el resuello, que es lo que le queda. El «espectro de La Barquereña», lo mentan por aquí. Es una piltrafa de hombre. Dicen que fue doña Bárbara quien lo puso así; pero para mí que fue castigo de Dios, porque comenzó a secarse en vida desde la hora y punto en que el difunto don José lo clavó en el bahareque.
Aunque Santos no comprendió todo lo que quería decir Antonio con la frase final, le repugnó que mezclara a su padre en aquel asunto y cambió el tema haciendo una pregunta relativa al ganado que pacía por allí.
Se ocultó por fin el sol, pero quedó largo rato suspendido sobre el horizonte el lento crepúsculo llanero en una faja de arreboles sombríos, cortados por la línea neta del disco de la llanura, mientras en el confín opuesto, al fondo de una transparente lontananza de tierras mudas, comenzaba a levantarse la luna llena. Se fue haciendo más y más brillante el fulgor espectral que plateaba los pajonales y flotaba como un velo en las hondas lejanías, y ya era entrada la noche cuando llegaron a las fundaciones del hato.
Una casa grande, de bahareque y tejas, torcidas las paredes, despatarradas las techumbres, de cinc las de los corredores que la rodeaban, con un palenque por delante para defenderla del ganado y algunos árboles por detrás, en lo que se denomina el patio, no muy altos, pues el llanero no los consiente cerca de sus viviendas por temor al rayo; al fondo la cocina y unas piezas destinadas a almacenar las yucas, topochos y fríjoles que producían los conucos para el consumo del personal; a la derecha, el caney sillero y los que servían de dormitorios de la peonada, y entre éstos y aquél, la tasajera, donde se secaba al aire y al sol, pasto de las moscas, la carne salada; a la izquierda, las trojes donde se depositaba el maíz en mazorcas, el totumo y el merecute del gallinero, los botalones de tallar sogas, las majadas, medias majadas y corralejas, y, finalmente, el chiquero de los marranos, esto era el hato de Altamira, tal como lo fundara el cunavichero don Evaristo en años ya remotos, excepto las tejas y el cinc de los techos de la casa de familia, mejoras introducidas por el padre de Santos. Una fundación primitiva, asiento de una industria rudimentaria y abrigo de una existencia semibárbara en medio del desierto.


Dos mujeres que se asomaron a la puerta de la cocina a fisgonear cómo era el amo y tres peones que acudieron a recibirlo era toda la gente que había allí.
Antonio los fue presentando por sus nombres, oficios y condiciones. A uno, de color cetrino y tres o cuatro pelos lacios por bigotes, con estas palabras:
–Venancio, el amansador. Hijo de Ño Venancio, el quesero. ¿Se acuerda usted de Ño Venancio?
–¡Cómo no voy a acordarme! –respondió Santos–. Gente de la casa, desde tiempo inmemorial.
–Pues no tengo nada que decirle –manifestó el presentado; pero Santos volvió a ver en aquel rostro la misma expresión de recelo que ya había descubierto en la de Carmelito.
–El cabestrero María Nieves –prosiguió Antonio, presentando al segundo, un catire retaco–. Llanero marrajo, hasta el nombre, que parece de mujer. Ya usted se irá dando cuenta de la clase de hombre que es. Yo no le presento sino lo bueno.
–Son favores suyos, Antonio –dijo el aludido, y dirigiéndose a Luzardo, agregó–: Aquí me tiene, pues, para lo poco que pueda serle útil.
En cuanto al tercero, un zambo contento, canilludo y desgalichado, que todo se volvía movimientos, no tuvo tiempo de presentarlo Antonio.
–Con su licencia, doctor. Yo me voy a presentar yo mismo, no vaya a ser cosa que mi vale Antonio le dé malas recomendaciones, porque ya le estoy viendo la bellaquería pintada en los ojos. Soy Juan Palacios; pero me llaman Pajarote, y así puede mentarme. No soy de la casa desde tiempo inmemorial, como usted acaba de decir, pero conmigo puede contar para todo lo que se le ofrezca, porque yo no soy sino lo que se me ve por encima. Y con ésta, si no es abuso, le entrego al zambo Pajarote.
Diciendo así, le tendió la mano, y Santos se la estrechó complacido en aquella ruda franqueza, tan llanera también.
–Así se habla, Pajarote –murmuró Antonio, con agradecida lealtad.
–¡Guá, zambo! Las palabras son para decirlas.
Cruzó algunas Santos con sus peones y luego se retiró a la casa, y entonces Antonio hizo estas preguntas, que no le había parecido prudente formular en presencia de aquél:
–¿Por qué está esto tan solo? ¿Qué se han hecho los demás muchachos?
–Se fueron –respondióle Venancio–. Apenas habían partido ustedes para el Paso, ensillaron y cogieron rumbo a El Miedo.
–¿Y don Balbino? ¿No ha estado por aquí?
–No. Pero eso es plan combinado por él. Yo había maliciado ya que estaba sonsacando a los muchachos.
–No se ha perdido gran cosa, pues toda era gente balbinera, bellaca y manguareadora –concluyó Antonio, después de una breve cavilación.
Entretanto, molido el cuerpo por las incomodidades del largo viaje, pero con el espíritu excitado por las emociones de aquella jornada, decisiva en su existencia, Santos Luzardo se había reclinado en el chinchorro que encontró dispuesto para él en una de las habitaciones de la casa y analizaba sus sentimientos.
Eran dos corrientes contrarias: propósitos e impulsos, decisiones y temores.
Por una parte, lo que había sido fruto de reflexiones ante el espectáculo de la llanura: el deseo de consagrarse a la obra patriótica, a la lucha contra el mal imperante, contra la naturaleza y el hombre, a la búsqueda de los remedios eficaces, propósito desinteresado hasta cierto punto, pues lo que menos contaba en él era el ansia de reconquistar la riqueza dedicándose a restaurar el hato.
Pero en aquella decisión hubo también mucho del impulsivo escapado de la disciplina del razonador, al contacto con el medio propicio: la llanura semibárbara, «tierra de los hombres machos», como solía decir su padre, pues bastó que el bonguero ponderase los riesgos que corría quien intentara oponerse a los planes de doña Bárbara para que él desistiese de su propósito de vender el hato.
Finalmente, ¿no fue de aquel mismo contacto con el medio de donde se originó el intempestivo acceso del rencor de familia, ante la visión del palmar de La Chusmita, y no sería esta regresión a la violencia, aunque momentánea, una advertencia que le prevenía contra sí mismo? La vida del Llano, esa fuerza irresistible con que atrae su imponente rudeza, ese exagerado sentimiento de la hombría producido por el simple hecho de ir a caballo a través de la sabana inmensa, pondría en peligro la obra de sus mejores años, consagrados al empeño de sofocar las bárbaras tendencias del hombre de armas tomar, latente en él.
Luego lo prudente era volver al propósito primitivo: vender el hato. Además, era lo que estaba de acuerdo con sus verdaderos planes de vida, puesto que cuanto pensó a bordo del bongo tal vez no fue sino momentánea exaltación. ¿Estaba acaso preparado para la obra que se proponía? ¿Sabía realmente lo que era un hato, cómo había que manejarlo y de qué modo corregir las deficiencias de una industria que había venido pasando a través de varias generaciones sin perder su forma primitiva? Las líneas generales del vasto plan civilizador no podían escapársele; pero los detalles, ¿podría acaso dominarlos? Desplazada de un momento a otro su inteligencia de aquel espacio ideal de las teorías, por donde hasta allí había discurrido, ¿daría algún resultado positivo aplicada a pormenores tan concretos y mezquinos como tenían que ser los de la administración de una finca de aquel género? ¿No estaba ya bastante demostrada su incompetencia por la torpeza con que hasta allí había procedido en todo lo relativo a Altamira?
Tal era la falla de aquel carácter, tan bien templado por lo demás: Santos Luzardo no sentía la presencia de las energías que alentaban en él, se tenía miedo y exageraba la necesidad de la actitud vigilante.
La aparición de Antonio, anunciándole que ya estaba servida la mesa, lo sacó de sus cavilaciones.
–No tengo apetito –respondió.
–El cansancio, que quita las ganas –observó Antonio–. Por esta noche tiene que acomodarse a dormir en esta pieza así como está, pues no tuvimos tiempo sino de barrerla. Mañana se procederá a darle una lechada a las paredes y a asearla un poco más. A menos que usted disponga hacerle una reparación general a la casa, porque, verdaderamente, así como está no puede habitarla.
–Por el momento dejémosla así. Quizá venda el hato. Dentro de un mes pasará por aquí don Encarnación Matute, a quien le he propuesto que me compre Altamira, y si me hace una oferta aceptable, cerraré el negocio inmediatamente.
–¡Ah! ¿Conque piensa usted desprenderse de Altamira?
–Creo que es lo mejor que pueda hacer.
Antonio se quedó pensativo unos instantes, y luego dijo:
–Usted que lo ha resuelto, así le convendrá. –Y entregándole un manojo de llaves–: Aquí tiene las llaves de la casa. Ésta, más mohosa, es la de la sala. Puede que ya ni funcione, porque esa pieza no se ha vuelto a abrir. Ahí todo está como lo dejó el difunto, que en paz descanse.
«Tal como lo dejó el difunto. Desde la hora y punto en que el difunto lo clavó en el bahareque»...
Y la rápida asociación de aquellas dos frases de Antonio fue un instante decisivo en la vida de Santos Luzardo.
Se levantó de la hamaca, cogió la palmatoria donde ardía una vela y le dijo al peón:
–Abre la sala.
Antonio obedeció, y después de batallar un rato contra la resistencia de la cerradura oxidada, abrió la puerta, que estaba cerrada hacia trece años.
Una fétida bocanada de aire confinado hizo retroceder a Santos: una cosa negra y asquerosa que salió de las tinieblas, un murciélago, le apagó la luz de un aletazo.
Volvió a encenderla y penetró en la habitación seguido por Antonio.

En efecto, todo estaba allí como lo dejara don José Luzardo: la mecedora donde murió, la lanza hundida en el muro.
Sin pronunciar una palabra, profundamente conmovido y con la conciencia de que realizaba un acto trascendental, Santos se acercó a la pared y, con un movimiento tan enérgico como el que debió de hacer su padre para clavar la lanza homicida, la retiró del bahareque.
Era como sangre la herrumbre que cubría la hoja de acero. La arrojó lejos de sí, a tiempo que le decía a Antonio:
–Así como he hecho yo con esto, haz tú con ese rencor que hace poco te oí expresar, que no es tuyo, por lo demás. Un Luzardo te le impuso como un deber de lealtad; pero otro Luzardo te releva en este momento de esa monstruosa obligación. Ya es bastante con lo que han hecho los odios en esta tierra.
Y cuando Antonio, impresionado por estas palabras, se retiraba en silencio, agregó:
–Dispón lo necesario para que mañana se proceda a la reparación de la casa. Ya no venderé Altamira.
Volvió a meterse en la hamaca, sereno el espíritu, lleno de confianza en sí mismo.
Y entretanto, afuera, los rumores de la llanura arrullándole el sueño, como en los claros días de la infancia: el rasgueo del cuatro en el caney de los peones, los rebuznos de los burros que venían buscando el calor de las humaredas, los mugidos del ganado en los corrales, el croar de los sapos en las charcas de los contornos, la sinfonía persistente de los grillos sabaneros y aquel silencio hondo, de soledades infinitas, de llano dormido bajo la luna, que era también cosa que se oía más allá de todos aquellos rumores...




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