quarta-feira, 6 de março de 2013
IV. UNO SOLO Y MIL CAMINOS DISTINTO
El paso del Algarrobo era la entrada del hato de Altamira. Lo determinaban dos cortes en rampa abiertos en los ribazos que allí encajonaban el cauce del Arauca.
Al son de la guarura que anunciaba la llegada de un bongo, corrieron a asomarse al borde de la barranca derecha unas cuantas muchachas, y bajaron a la playa tres chicos y dos hombres.
En uno de éstos, araucano buen mozo, cara redonda de color aceitunado, Santos Luzardo reconoció a Antonio Sandoval, Antoñito el becerrero en los tiempos de su infancia en el hato, su camarada de expediciones en busca de panales de aricas y nidos de paraulatas.
Saludó descubriéndose respetuosamente; pero cuando Luzardo le echó los brazos, tal como lo hiciera trece años antes para despedirse de él, el peón, emocionado, murmuró:
–¡Santos!
–No has cambiado de fisonomía, Antonio –dijo Luzardo, apoyadas todavía sus manos en los hombros del peón.
Y éste, volviendo al tratamiento respetuoso:
–Usted sí que es otra persona. Tanto, que si no hubiera sido porque sabía que venía en el bongo no lo habría reconocido.
–¿De modo que no te he cogido de sorpresa? ¿Cómo supiste que venía?
–Parece que la noticia la trajo a El Miedo el peón que acompañaba al Brujeador.
–¡Ah! Sí. Eran dos, y uno ha debido de venirse anoche mismo por tierra.
–A mí me dio el pitazo Juan Primita –concluyó Antonio–. Un bobo de allá de El Miedo, que todo lo descubre y es un telégrafo para transmitir novedades. Por cierto, que me he pasado todo el día preocupado por causa de ese empeño del Brujeador de venirse con usted en el bongo. De eso estábamos hablando, cuando sonó la guarura, yo y mi vale Carmelito.
Referíase al compañero, y en seguida lo presentó:
–Arrímese, vale. Carmelito López. Un hombre en quien puede confiarse con los ojos cerrados. Es de los nuevos; pero luzardero también hasta los tuétanos.
–A su mandar –dijo el presentado, lacónicamente, tocándose apenas el ala del sombrero. Un hombre de facciones cuadradas, cejijunto, nada simpático al primer golpe de vista. Uno de esos hombres que están siempre «encuevados» dentro de sí mismos, como dice el llanero, sobre todo en presencia de extraños.
No obstante, y a causa de las recomendaciones de Antonio, a Luzardo le produjo buena impresión; pero al mismo tiempo, se dio cuenta de que no había sido recíproca.
En efecto, era Carmelito uno de los tres o cuatro peones del hato con cuya lealtad podía contar Santos Luzardo en la lucha que se había propuesto emprender contra los enemigos de su propiedad. Había llegado a Altamira hacía poco tiempo, y si aún permanecía allí, a pesar de lo mal avenido que estaba con el mayordomo Balbino Paiba, era por complacer a Antonio, quien, extremando la tradicional fidelidad de los Sandoval hacia los Luzardos, no sólo soportaba al mayordomo traicionero, sino que procuraba retener en Altamira a los pocos peones honrados que por allí quedaran, en la esperanza de que algún día resolviera Santos ir a encargarse del hato. Como Antonio, Carmelito se había alegrado con la noticia de la llegada del amo: Balbino Paiba sería destituido incontinenti y obligado a rendir cuenta de sus latrocinios; se acabarían los abusos de doña Bárbara y todo marcharía en regla.
Pero del concepto que tenía Carmelito de la hombría estaba excluido todo lo que descubrió en Santos Luzardo, apenas éste saltó del bongo: la gallardía, que le pareció petulancia; la tersura del rostro, la delicadeza del cutis, ya sollamado por el resol de unos días de viaje, rasurado el bigote, que es atributo de machos; los modales afables, que le parecieron amanerados; el desusado traje de montar, aquel saco tan entallado, aquellos calzones tal holgados arriba y en las rodillas tan ceñidos, puños estrechos en vez de polainas, y corbata, que era demasiado trapo, para llevar encima por aquellas soledades, donde con los de taparse basta, y sobra trapo.
–¡Hum! –murmuró entre dientes–. ¿Y éste es el hombre de quien tanto esperábamos? Con este patiquincito presumido como que no se va a ninguna parte.
Entretanto, el padre de Antonio, un anciano de piel cuarteada, pero con la cabeza todavía negra, bajaba la rampa que conducía a la playa, rengueando y sonriente.
–¡Viejo Melesio! –exclamó Santos, saliéndole al encuentro–. ¡Sin una cana todavía!
–Indio no las pinta, niño Santos –y después de reír un rato, con una risa silenciosa, apenas mueca, que dejaba ver las encías desdentadas y la negra saliva de la mascada de tabaco–. ¡Conque no se había olvidado de mí el niño Santos! Déjeme que lo mente asina, como desde pequeñito lo he mentado, hasta que me vaya haciendo a llamarlo dotol. Usted sabe que los viejos sernos duros de boca para coger los pasos nuevos.
–Dígame como mejor le parezca, viejo.
–Siempre habrá respeto, ¿verdad, niño? Vengo para que se repose en casa, un saltico aunque sea, antes de seguir para la suya.
A la derecha de la rampa se extendían, blanqueadas por la intemperie, las palizadas de los corrales donde se reunía el ganado que por allí se sacaba, y a la izquierda se agrupaban las construcciones típicas de la vivienda llanera: dos casas de bahareque y palma, que eran las habitaciones de la familia de Melesio, y entre ambas, un caney de gruesa y baja techumbre pajiza, bajo el cual había una mesa larga, rodeada de bancos; otro caney, más allá, alto y espacioso, a cuyos horcones estaban amarradas las bestias de Antonio y Carmelito y la que ellos habían traído del hato para Santos; otro, en fin, separado de las casas, y de cuyas travesañas de macanilla pendían cueros de venados y de chigüires, recién curtidos, pestilentes todavía.
Detrás de este caney se alzaba una hilera de árboles: jobos, dividives y el alto algarrobo que le daba nombre al esguazadero. Lo demás era llanura despejada, la inmensidad de los pastos, en cuyo remoto confín circular y como suspendida en el aire por efecto del espejismo, divisábase la ceja de una arboleda, la «mata» llanera, bosque aislado en medio de las sabanas.
–¡Altamira! –exclamó Santos–. ¡Los años que no te veía!
De las puertas de las casas desaparecieron las muchachas que poco antes se habían asomado al borde del ribazo, y Melesio dijo:
–Son mis nietas. Muchachas cimarronas, como decimos por aquí. En toda la tarde no han hecho sino aguaitar para el río, esperándole a usted, y ahora que llega, se esconden.
–¿Hijas tuyas, Antonio? –preguntó Santos.
–No, señor. Yo todavía ando escotero, a Dios gracias.
–De los otros hijos –explicó Melesio–. De los difuntos, que en paz descansen.
Penetraron bajo el sombroso abrigo del caney pequeño. El piso de tierra había sido barrido con esmero, y los bancos, colocados al hilo de la horconadura, como para las noches de joropo. Además, había un butaque, lujo del rústico mobiliario del llanero, puesto allí para el huésped en sitio de honor.
–Salgan pa juera, muchachas –gritó Melesio–. No sean tan camperusas. Arrímense para que saluden al dotol.
Ocultas detrás de las puertas, y al mismo tiempo deseosas de presentarse, las ocho nietas de Melesio disimulaban su timidez riendo y empujándose unas a otras.
–Salí tú primero, chica.
–¿Guá, y por qué no salís tú?
Por fin aparecieron, en hilera, como si marcharan por una vereda angosta, y con una misma frase, pronunciada con un idéntico tono de voz cantarina, saludaron a Luzardo, tendiéndole unas manos escurridizas.
–¿Cómo está? –¿Cómo está? –¿Cómo está?
A tiempo que el abuelo iba diciendo:
–Ésta es Gervasia, la de Manuelito. Ésta es Francisca, la de Andrés Ramón, Genoveva, Altagracia... Las novillas sandovaleras, como les dicen por aquí. En mautes no tengo sino estos tres zagalotes que le sacaron sus macundos del bongo. La herencia que me dejaron los hijos: once bocas con sus dientes completos.
Pasada la vergüenza del saludo y de la presentación, se fueron sentando en los bancos, una al lado de la otra en el mismo orden en qué habían salido de la casa, sin hallar qué hacer con las manos ni dónde poner los ojos. La mayor, Genoveva, no pasaría de diecisiete años, algunas eran buenas mozas, de tez arrosquetada, ojos negros y brillantes, y todas de carnes macizas y aspecto saludable.
–Tiene usted una familia que da gusto, Melesio –dijo Luzardo–. Fuerte y sana. Se ve que por aquí no reina el paludismo.
El viejo se cambió la mascada de uno a otro carrillo y respondió:
–Voy a decirle, niño Santos. Es verdad que por aquí no es tan enfermizo como por esos otros llanos que usted ha atravesado; pero a nosotros también nos jeringa el paludismo. Yo, que le estoy hablando, once hijos tuve y siete de ellos llegaron a hombres. Usted debe recordarlos. Pues hoy sólo me queda Antonio. Y asina como le hablo yo, le pueden hablar también muchos otros. Lo que sucede es que habernos personas que le damos fiebre a la calentura. En buena hora lo haiga dicho, por todos los que estamos presentes, con el favor de Dios. Pero con los demás hace su juego el paludismo.
Escupió la amarga saliva de la mascada y volviendo a su lenguaje metafórico de hombre criado entre reses, concluyó, con ese fatalismo bromista del pueblo venezolano:
–No tiene sino que mirar come me he quedado con el mautaje solamente. El ganado grande: los hijos y las mujeres de los hijos, me lo arrasó el gusano.
Y volvió a soltar su risa silenciosa.
–Pero ¡cuántos abuelos no lo envidiarían, Melesio, al verlo rodeado de tantas nietas bonitas! –dijo Santos, desechando el tema aflictivo.
–Con sus favores –murmuró Genoveva, mientras las demás cuchicheaban azoradas.
–¡Hum! –hizo Melesio–. No se esté creyendo que eso es una ventaja. Ojalá me hubieran dejado con un hatajo de feas, porque éstas se pastorean sin mucho trabajo. Viciversa, ni dormir completo puedo. Toda la noche tengo que estar como el alcaraván: ¡óido al zorro!, y de rato en rato me tiro del chinchorro y voy a darles una recorrida contándolas una por una, a ver si están completas las ocho.
Y la plácida mueca volvió a marcarle las mil arrugas del rostro, mientras las muchachas, rojas dé vergüenza y haciendo esfuerzo para contener la risa, refunfuñaban:
–¡Jesús, taita! Las cosas suyas.
Allanándose al tono chancero de Melesio, Santos charló un rato dándoles bromas a las muchachas. Rebullían ellas, entre complacidas y azoradas, escuchábalo el viejo con la silenciosa risa desplegada en el rostro y contemplábalo en silencio Antonio con una mirada leal.
Se presentó luego uno de los muchachos con la taza de café, que nunca le falta al llanero para obsequiar a sus huéspedes.
–Va usted a beber en la misma taza en que bebía su padre, a quien Dios tenga en su gloria –dijo Melesio–. Desde entonces, nadie más la ha usado.
Y en seguida:
–¡Conque no me morí sin ver al niño Santos!
–Gracias, viejo.
–No tiene de qué darlas, niño. Luzardero nací y en esa ley tengo que morir. Por estos lados, cuando se habla de nosotros los Sandovales, dicen que y que tenemos marcado en las nalgas el jierro de Altamira. ¡Je! ¡Je!
–Siempre han sido ustedes muy consecuentes con nosotros. Es la verdad.
–En buena hora lo diga, para que estos muchachos que lo están escuchando sigan siempre por el mismo rumbo. Sí, señor. Consecuentes sernos y siempre lo hemos sido: hablando como nos toca y callados cuando no nos preguntan; pero cumpliendo siempre el deber en lo que nos corresponde. ¿Qué hay cosas de cosas? ¡No, señor!; lo que siempre le he dicho a Antonio: los Sandovales con los Luzardos, hasta que ellos no nos boten.
–Bueno, viejo –intervino Antonio–. Ahora no están preguntándonos.
Y Santos comprendió lo que quería decir Melesio con aquello de «callado cuando no nos preguntan». Anticipábase a los reproches que él pudiera hacerles por no haberlo tenido al corriente de las bribonadas de los administradores y dejaba traslucir el resentimiento de quienes, a pesar de la probada y tradicional lealtad, se vieron subordinados a– advenedizos como Balbino Paiba, a quien ni siquiera de vista conocía Luzardo.
–Comprendo, viejo. Y reconozco que el verdadero culpable soy yo, pues estando ustedes aquí, nadie mejor para haberles confiado mis intereses. Pero la verdad es que nunca me ocupé ni quise ocuparme de Altamira.
–Sus estudios, que no le dejaban tiempo –dijo Antonio.
–Y el despego de esta tierra.
–Eso sí es malo, niño Santos –observó Melesio.
–Y ya me doy cuenta –prosiguió Luzardo– de lo tirante que ha debido de ser la situación de ustedes en Altamira.
–Sosteniendo el barajuste, como dicen –manifestó Antonio.
Y el viejo, apoyando, en el mismo estilo metafórico de ganaderos:
–Y que no han sido pocas las atropelladas. Antonio, mijo, principalmente, ha tenido que dejarse supiritar, sobre todo por el don Balbino, y hasta aparentarse enemigo de usted para que no lo despidiera.
–Con todo y eso, ayer quiso arreglarme mi cuenta.
–Pues ahora serás tú quien le arreglará la suya. Ha hecho bien en no venir a recibirme y ojalá se le ocurra marcharse antes de que llegue, porque, después de todo, ¿qué cuentas puede rendirme, que no sean de las que siempre me rindieron sus antecesores, todas del Gran Capitán, ni qué cargo puedo hacerle, si de todas sus pillerías el verdadero culpable soy yo?
Al oír esto, Carmelito, que estaba más allá, apretándole las cinchas a los caballos amarrados a los horcones del caney grande, murmuró:
–¿No le dije? Ya el hombre está deseando que no se le presenten dificultades con el mayordomo. La regla no manca: con los patiquines no hay esperanza. A quien van a tener que arreglarle su cuenta, y esta noche mismo, es a mí, porque de madrugada voy a estar ensillando.
Y quizás hasta el mismo Antonio pensó algo semejante, a pesar de la afectuosa adhesión que le profesaba a Santos, al oírlo dispuesto a tolerar que el mayordomo se fuera tranquilo con el producto de sus pillerías, pues arrugó el ceño y guardó silencio de contrariedad.
Santos continuó saboreando, sorbo a sorbo, el café tinto y oloroso, placer predilecto del llanero, y mientras tanto, saboreó también una olvidada emoción.
El hermoso espectáculo de la caída de la tarde sobre la muda inmensidad de la sabana; el buen abrigo, sombra y frescura del rústico techo que lo cobijaba; la tímida presencia de las muchachas que habían estado esperándolo toda la tarde, vestidas de limpio y adornadas las cabezas con flores sabaneras, como para una fiesta; la emocionada alegría del viejo al comprobar que no lo había olvidado el «niño Santos», y la noble discreción de la lealtad resentida de Antonio, estaban diciéndole que no todo era malo y hostil en la llanura, tierra irredenta donde una raza buena ama, sufre y espera.
Y con esta emoción que lo reconciliaba con su tierra abandonó la casa de Melesio, cuando ya el sol empezaba a ponerse, rumbo de baquianos, a través de la sabana, que es, toda ella, uno solo y mil caminos distintos.
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