quarta-feira, 6 de março de 2013

III. LA DEVORADORA DE HOMBRES


¡De más allá del Cunaviche, de más allá del Cinaruco, de más allá del Meta! De más lejos que más nunca –decían los llaneros del Arauca, para quienes, sin embargo, todo está siempre: «ahí mismito, detrás de aquella mata». De allá vino la trágica guaricha. Fruto engendrado por la violencia del blanco aventurero en la sombría sensualidad de la india, su origen se perdía en el dramático misterio de las tierras vírgenes.
En las profundidades de sus tenebrosas memorias, a los primeros destellos de la conciencia, veíase en una piragua que surcaba los grandes ríos de la selva orinoqueña. Eran seis hombres a bordo, y al capitán lo llamaba «taita», pero todos –excepto el viejo piloto Eustaquio– la brutalizaban con idénticas caricias, rudas manotadas, besos que sabían a aguardiente y a chimó.
Piratería disimulada bajo patente de comercio lícito era la industria de aquella embarcación, desde Ciudad Bolívar hasta Río Negro. Salía cargada de barriles de aguardiente y fardos de baratijas, telas y comestibles averiados, y regresaba atestada de sarrapia y balatá. En algunas rancherías les cambiaban a los indios estas ricas especies por aquellas mercancías, limitándose a embaucarlos; pero en otros parajes, los tripulantes saltaban a tierra sólo con sus rifles al hombro, se internaban por los bosques o sabanas de las riberas y cuando volvían a la piragua, la olorosa sarrapia o el negro balatá venían manchados de sangre.
Una tarde, ya al zarpar de Ciudad Bolívar, se acercó a la embarcación un joven, cara de hambre y ropas de mendigo, a quien ya Barbarita había visto varias veces parado al borde del malecón, contemplándola con ojos que se le salían de sus órbitas, mientras ella, cocinera de la piragua, preparaba la comida de los piratas. Dijo llamarse Asdrúbal, a secas, y propúsole al capitán:
–Necesito ir a Manaos y no tengo para el pasaje. Si usted me hace el favor de llevarme hasta Río Negro, yo estoy dispuesto a corresponderle con trabajo. Desde cocinero hasta contador, en algo puedo serle útil.

Insinuante, simpático, con esa simpatía subyugadora del vagabundo inteligente, prodújole buena impresión al capitán y fue enrolado como cocinero, a fin de que descansara Barbarita. Ya el taita empezaba a mimarla: tenía quince años y era preciosa la mestiza.
Transcurrieron varias jornadas. En los ratos de descanso y por las noches, en torno a la hoguera encendida en las playas donde arranchaban, Asdrúbal animaba la tertulia con anécdotas divertidas de su existencia andariega. Barbarita se desternillaba de risa; mas si él interrumpía su relato, complacido en aquellas frescas y sonoras carcajadas, ella las cortaba en seco y bajaba la vista, estremecido en dulces ahogos el pecho virginal.
Un día le deslizó al oído:
–No me mire así, porque ya mi taita se está poniendo malicioso.
En efecto, ya el capitán empezaba a arrepentirse de haber acoplado al joven, cuyos servicios podían resultarle caros, especialmente aquellos, que no se los había exigido, de enseñar a Barbarita a leer y escribir. Durante estas lecciones, en las cuales Asdrúbal ponía gran empeño, letras que ella hacia llevándole él la mano los acercaban demasiado.
Una tarde, concluidas las lecciones, comenzó a referirle Asdrúbal la parte dolorosa de su historia: la tiranía del padrastro, que lo obligó a abandonar el hogar materno, las aventuras tristes, el errar sin rumbo, el hambre y el desamparo, el duro trabajo de las minas del Yuruari, la lucha con la muerte en el camastro de un hospital. Finalmente, le habló de sus planes: iba a Manaos en busca de la fortuna, ya estaba cansado de la vida errante, renunciaría a ella, se consagraría al trabajo.
Iba a decir algo más; pero de pronto se detuvo y se quedó mirando el río que se deslizaba en silencio frente a ellos, a través de un dramático paisaje de riberas boscosas.
Ella comprendió que no tenía en los planes del joven el sitio que se imaginara y los hermosos ojos se le cuajaron de lágrimas. Permanecieron así largo rato. ¡Nunca se le olvidaría aquella tarde! Lejos, en el profundo silencio, se oía el bronco mugido de los raudales Atures.
De pronto, Asdrúbal la miró a los ojos y preguntó:
–¿Sabes lo que piensa hacer contigo el capitán?
Estremecida al golpe subitáneo de una horrible intuición, exclamó:
–¡Mi taita!
–No merece que lo llames así. Piensa venderte al turco.
Referíase a un sirio sádico y leproso enriquecido en la explotación del balate, que habitaba en el corazón de la selva orinoqueña, aislado de los hombres por causa del mal que lo devoraba, pero rodeado de un serrallo de indiecitas núbiles, raptadas o compradas a sus padres, no sólo para hartazgo de su lujuria, sino también para saciar su odio de enfermo incurable a todo lo que alienta sano, transmitiéndole su mal.
De conversaciones de los tripulantes de la piragua sorprendidas por Asdrúbal, había descubierto éste que en el viaje anterior aquel Moloch de la selva cauchera había ofrecido veinte onzas por Barbarita, y que si no se llevó a cabo la venta, fue porque el capitán aspiraba a mayor precio, cosa no difícil de lograr ahora, pues en obra de unos meses la muchacha se había convertido en una mujer perturbadora.
No se le había escapado a ella que tal fuera la suerte a que la destinaran; pero hasta entonces todo el horror que la rodeaba no había alcanzado a producirle más que aquel sentimiento, miedo y gusto a la vez, originado de las torpes miradas de los hombres que con ella compartían la estrecha vida de la piragua.
Pero al enamorarse de Asdrúbal se le había despertado el alma sepultada, y las palabras que acababa de oír se la estremecieron de horror.
–¡Sálvame! ¡Llévame contigo! –iba a decirle, cuando vio que el capitán se les acercaba.
Traía un rifle, y dijo, dirigiéndose a Asdrúbal:

–Bueno, joven. Ya usted ha conversado bastante. Ahora vamos para que haga algo más productivo. El Sapo va a buscar una poca de sarrapia que deben de tenernos por aquí y usted lo va a acompañar. –Y poniéndole el rifle en las manos–: Esto es para que se defienda si los atacan los indios.
Asdrúbal meditó un instante. ¿Habría oído el capitán lo que él acababa de decirle a la muchacha? ¿Esta comisión que ahora le daba?... En todo caso, había que afrontar la situación.
Al ir a ponerse de pie, Barbarita trató de detenerlo dirigiéndole una mirada de súplica; pero él le hizo una rápida guiñada de ojos y levantándose decidido, abandonó el campamento en pos de el Sapo. Era éste el segundo de a bordo, mano derecha del capitán para cuantas fuesen comisiones siniestras, y Asdrúbal lo sabía; pero irremisiblemente perdido estaba, desde luego, si demostraba miedo y se resistía a cumplir la orden recibida. Al menos llevaba un rifle y contra un hombre solamente, mientras que allí eran cinco contra él. Barbarita lo siguió con las miradas y, durante un buen rato, sus ojos permanecieron fijos en el boquete del monte por donde desapareció.
A todas éstas, los tripulantes habían cambiado entre sí miradas de inteligencia, y cuando, pocos momentos después, so pretexto de un posible ataque de los indios ribereños, el capitán les ordenó hacer una exploración playas arriba –ya le había dado una orden análoga al viejo Eustaquio–, comprendiendo que quería alejarlos del campamento para quedarse a solas con la muchacha, respondiéronle, al cabo de un corto murmullo de rezongos:
–Deje eso para más después, capitán. Ahora estamos descansando.
Era la rebelión que hacía tiempo venía preparándose por causa de la perturbadora belleza de la guaricha; pero el capitán no se atrevió a sofocarla en el acto, pues comprendió que aquellos tres hombres estaban de acuerdo y resueltos a todo, y aplazó el escarmiento para cuando regresara el Sapo, con cuya ciega adhesión contaba.
Barbarita, como se diese cuenta también de las siniestras intenciones del taita, miró a los rebeldes como a sus salvadores y corrió hacia ellos; mas, al advertir cómo la miraban, se detuvo, con el corazón helado por el terror, y maquinalmente tornó al sitio donde la dejara Asdrúbal.
De pronto cantó el «yacabó», campanadas funerales en el silencio desolador del crepúsculo de la selva, que hielan el corazón del viajero.
–Ya-cabó... Ya-cabó...
¿Fue el canto agorero del ave o el propio gemido mortal de Asdrúbal? ¿Fue la descarga repentina de la prolongada tensión nerviosa, o la sideración, misteriosamente transmitida a distancia, de un golpe mortal que en aquel momento recibía otro cuerpo: el tajo de el Sapo en el cuello de Asdrúbal?
Ella sólo recordaba que había caído de bruces, derribada por una conmoción subitánea y lanzando un grito que le desgarró la garganta.
Lo demás sucedió sin que ella se diese cuenta, y fue: el estallido de la rebelión, la muerte del capitán y en seguida la de el Sapo, que había regresado solo al campamento, y el festín de su doncellez para los vengadores de Asdrúbal.
Cuando, ahogándose en la sofocación de la carrera, el viejo Eustaquio llegó en su auxilio al grito lanzado por ella, ya todos estaban hartos, y uno decía:
–Ahora podemos vendérsela al turco, aunque sea por las veinte onzas que ofreció enantes.

                                                                   *
Reflejos de hogueras empurpuraban la oscuridad de la noche; óyese salvaje gritería. Es la caza del gaván. Los indios encienden fogatas de paja en torno a los pantanos inaccesibles; el ave levanta el vuelo, asustada por la algarabía, y sus alas se tiñen de rosa al resplandor del fuego entre las tinieblas profundas; pero, de pronto, los cazadores enmudecen y apagan rápidamente las hogueras, y el ave, encandilada, cae indefensa al alcance de las manos.


Algo semejante ha acontecido en la vida de Barbarita. El amor de Asdrúbal fue un vuelo breve, un aletazo apenas, a los destellos del primer sentimiento puro que se albergó en su corazón, brutalmente apagados para siempre por la violencia de los hombres, cazadores de placer.
De sus manos la rescató aquella noche Eustaquio –viejo indio baniba que servía de piloto en la piragua, sólo por estar cerca de la hija de aquella mujer de su tribu, que, a la hora de sucumbir a los crueles tratos del capitán, le recomendó que no le abandonase a la guaricha–; pero ni el tiempo, ni la quieta existencia de la ranchería donde se refugiaron, ni el apacible fatalismo que el son de los tristes yapururos removía por instantes en su alma india, habían logrado aplacar la sombría tormenta de su corazón: un ceño duro y tenaz le surcaba la frente, un fuego maligno le brillaba en los ojos.
Ya, sólo rencores podía abrigar su pecho, y nada la complacía tanto como el espectáculo del varón debatiéndose entre las garras de las fuerzas destructoras. Maleficios del Camajay-Minare –siniestra divinidad de la selva orinoqueña–, el diabólico poder que reside en las pupilas de los dañeros y las terribles virtudes de las hierbas y raíces con que las indias confeccionan la pusana para inflamar la lujuria y aniquilar la voluntad de los hombres renuentes a sus caricias, apasiónanla de tal manera, que no vive sino para apoderarse de los secretos que se relacionen con el hechizamiento del varón.
También la iniciaron en su tenebrosa sabiduría toda la caterva de brujos que cría la bárbara existencia de la indiada. Los ojeadores que pretenden producir las enfermedades más extrañas y tremendas sólo con fijar sus ojos maléficos sobre la víctima; los sopladores, que dicen curarlas aplicando su milagroso aliento a la parte dañada del cuerpo del enfermo; los ensalmadores, que tienen oraciones contra todos los males y les basta murmurarlas mirando hacia el sitio donde se halla el paciente, así sea a leguas de distancia, todos le revelaron sus secretos, y a vuelta de poco, las más groseras y extravagantes supersticiones reinaban en el alma de la mestiza.
Por otra parte, su belleza había perturbado ya la paz de la comunidad. La codiciaban los mozos, la vigilaban las hembras celosas, y los viejos prudentes tuvieron que aconsejarle a Eustaquio:
–Llévate a la guaricha. Vete con ella de por todo esto.
Y otra vez fue la vida errante por los grandes ríos, a bordo de un bongo, con dos palanqueros indios.
                                                             
                                                                      *

El Orinoco es un río de ondas leonadas; el Guainía las arrastra negras. En el corazón de la selva, aguas de aquél se reúnen con las de éste; mas por largo trecho corren sin mezclarse, conservando cada cual su peculiar coloración. Así, en el alma de la mestiza tardaron varios años en confundirse la hirviente sensualidad y el tenebroso aborrecimiento al varón.
La primera víctima de esta horrible mezcla de pasiones fue Lorenzo Barquero.
Era éste el menor de los hijos de don Sebastián y se había educado en Caracas. Ya estaba para concluir sus estudios de derecho, y le sonreía el porvenir en el amor de una mujer bella y distinguida y en las perspectivas de una profesión en la cual su talento cosechaba triunfos, cuando, a tiempo que en el Llano estallaba la discordia entre Luzardos y Barqueros, empezó a manifestarse en él un extraño caso de regresión moral. Acometido de un brusco acceso de misantropía, abandonaba de pronto las aulas universitarias y los halagos de la vida de la capital, para ir a meterse en un rancho de los campos vecinos, donde, tumbado en un chinchorro, pasábase días consecutivos solo, mudo y sombrío, como una fiera enferma dentro de su cubil. Hasta que, por fin, renunció definitivamente a cuanto pudiera hacerle apetecible la existencia en Caracas: a su novia, a sus estudios y a la vida brillante de la buena sociedad, y tomó el camino del Llano para precipitarse en la vorágine del drama que allá se estaba desarrollando.


Y allá se tropezó con Barbarita, una tarde, cuando de remontada por el Arauca con un cargamento de víveres para La Barquereña, el bongo de Eustaquio atracó en el paso del Bramador, donde él estaba dirigiendo la tirada de un ganado.
Una tormenta llanera, que se prepara y desencadena en obra de instantes, no se desarrolla, sin embargo, con la violencia con que se desataron en el corazón de la mestiza los apetitos reprimidos por el odio; pero éste subsistía y ella no lo ocultaba.
–Cuando te vi por primera vez te me pareciste a Asdrúbal –díjole, después de haberle referido el trágico episodio–. Pero ahora me representas a los otros; un día eres el taita, otro día el Sapo.
Y como él replicara, poseedor orgulloso:
–Sí. Cada uno de los hombres aborrecibles para ti; pero, representándotelos uno a uno, yo te hago amarlos a todos, a pesar tuyo.
Ella concluyó, rugiente:
–Pero yo los destruiré a todos en ti.
Y este amor salvaje, que en realidad le imprimía cierta originalidad a la aventura con la bonguera, acabó de pervertir el espíritu ya perturbado de Lorenzo Barquero.
Ni aun la maternidad aplacó el rencor de la devoradora de hombres; por el contrario, se lo exasperó más: un hijo en sus entrañas era para ella una victoria del macho, una nueva violencia sufrida, y bajo el imperio de este sentimiento concibió y dio a luz una niña, que otros pechos tuvieron que amamantar, porque no quiso ni verla siquiera.
Tampoco Lorenzo se ocupó de la hija, súcubo de la mujer insaciable y víctima del brebaje afrodisíaco que le hacía ingerir, mezclándolo con las comidas y bebidas, y no fue necesario que transcurriera mucho tiempo para que de la gallarda juventud de aquel que parecía destinado a un porvenir brillante, sólo quedara un organismo devorando por los vicios más ruines, una voluntad abolida, un espíritu en regresión bestial.
Y mientras el adormecimiento progresivo de las facultades –días enteros sumido en un supor invencible– lo precipitaba a la horrible miseria de las fuentes vitales agotadas por el veneno de la pusana, la obra de la codicia lo despojó de su patrimonio.
La idea la sugirió un tal coronel Apolinar, que apareció por allí en busca de tierras que comprar con el producto de sus rapiñas en la Jefatura Civil de uno de los pueblos de la región. Ducho en argucias de rábulas, como advirtiese la ruina moral de Lorenzo Barquero, y se diese rápidamente cuenta de que la barragana era conquista fácil, se trazó rápidamente su plan y, a tiempo que empezaba a enamorarla, entre un requiebro y otro le insinuó:
–Hay un procedimiento inmancable y muy sencillo para que usted se ponga en la propiedad de La Barquereña, sin necesidad de que se case con don Lorenzo, ya que, como dice, le repugna la idea de que un hombre pueda llamarla su mujer. Una venta simulada. Todo está en que él firme el documento; pero eso no es difícil para usted. Si quiere, yo le redacto la escritura de manera que no pueda haber complicaciones con los parientes.
Y la idea encontró fácil asidero.
–Convenido. Redácteme ese documento. Yo se lo hago firmar.
Así se hizo, sin que Lorenzo se resistiera al despojo; pero cuando ya se iba a proceder al registro del documento, descubrió Bárbara que existía una cláusula por la cual reconocía haber recibido de Apolinar la cantidad estipulada como precio de La Barquereña y comprometía la finca en garantía de tal obligación.
Y Apolinar explicó:
–Ha sido menester poner esa cláusula como una tapa contra los parientes de don Lorenzo, que si descubren que es una venta simulada, pueden pedir su anulación declarándolo entredicho. Para que no haya dudas, yo le entregaré a usted  ese dinero en presencia del registrador. Pero no se preocupe. Es una comedia entre los dos. Luego usted me devuelve mis reales y le entrego esta contraescritura que anula la cláusula.
Y le mostró un documento privado cuya invalidez corría de su cuenta.
Ya era tarde para retroceder, y, por otra parte, también ella se había trazado su plan para apoderarse de aquel dinero que Apolinar quería invertir en fincas, y le respondió devolviéndole el contradocumento:
–Está bien. Se hará como tú quieras.
Apolinar comprendió que también se rendía a su amoroso asedio y se complació en sus artes. Por el momento la mujer que se le entregaba con aquel tú; luego la finca. Y su dinero intacto.
Días después le comunicó a Lorenzo:
–He resuelto reemplazarte con el coronel. De modo que ya estás de más en esta casa.
A Lorenzo se le ocurrió esta miseria:
–Yo estoy dispuesto a casarme contigo.
Pero ella le respondió con una carcajada, y el ex hombre tuvo que ir a refugiarse junto con su hija, y ahora de veras y para siempre, en un rancho del palmar de La Chusmita, que tampoco era tierra suya, en virtud de aquella transacción por la cual su madre y su tío José Luzardo habían renunciado a la propiedad que les asistía sobre aquella porción de la antigua Altamira.
Ni el nombre quedó de La Barquereña, pues Bárbara se lo cambió por El Miedo, denominación del paño de sabana donde estaban situadas las casas del hato, y este fue el punto de partida del famoso latifundio.
Desatada la codicia dentro del tempestuoso corazón, se propuso ser dueña de todo el cajón del Arauca, y asesorada por las extraordinarias habilidades de litigante de Apolinar, comenzó a meterles pleitos a los vecinos, obteniendo de la venalidad de los jueces lo que la justicia no pudiera reconocerle, y cuando ya nada tenía que aprender del nuevo amante y todo el dinero de éste había sido empleado en el fomento de la finca, recuperó su fiera independencia haciendo desaparecer, de una manera misteriosa, a aquel hombre que podía jactarse en llamarla suya.
Altamira, descuidada por su dueño en manos de administradores fácilmente sobornables, fue la presa predilecta de su ambición de dominio. Leguas y leguas diéronle los litigios, y entre uno y otro, el lindero de El Miedo iba metiéndose por tierras altamireñas, mediante una simple mudanza de los postes, favorecida por la deliberada imprecisión y obscuridad de los términos con que los jueces redactaban las sentencias y por la complicidad de los mayordomos de Luzardo, que se hacían de la vista gorda.
A cada noticia de una de estas bribonadas, Santos Luzardo cambiaba de administrador, y así, de mano en mano, fue Altamira a caer en las de un tal Balbino Paiba, antiguo tratante en caballos que había tenido la oportunidad de ir a comprarle algunos a la dueña de El Miedo, y la audacia de dirigirle un requiebro en el preciso momento en que ella estaba necesitando un mayordomo para Altamira, sin que se sospechase que hubiera inteligencia entre ambos.
Fue a raíz del último pleito ganado a Santos Luzardo, enamorándole al abogado que, además de poco escrupuloso, era blando al amor. Las quince leguas de sabanas altamireñas pasaron a engrosar las de El Miedo; pero ella no se conformó con esto e hizo que el abogado recomendase a Balbino Paiba para la mayordomía vacante. Desde entonces, y trabajando sin descanso, cuantos orejanos y mostrencos habían caído por allá en rodeos y carreras fueron marcados con el hierro de El Miedo, y entretanto, el lindero errante avanzando, Altamira adentro.
Y mientras las tierras limítrofes iban incorporándose de este modo a su feudo y la hacienda ajena engrosaba sus rebaños, todo el dinero que caía en sus manos desaparecía de la circulación. Hablábase de varias botijuelas repletas de morocotas, su moneda predilecta, que ya tenía enterradas, y era fama que, una vez, cierto dueño de hato muy rico en cabezas de ganado, sabedor de que ella para apreciar su dinero no lo contaba sino lo medía, cual si se tratase de cereales, fue a proponerle:

–Présteme una cuartilla de morocotas, doña. Dice el cuento que ella fue, y vino con la medida colmada por encima de los bordes.
–¿Cómo la quiere, ño, con o sin copete?
–Rasita, doña. Porque a la hora de pagar, el copete me puede salir muy caro.
Ella quitó las monedas excedentes, pasando al ras de los bordes de la medida una regla que al efecto usaba, y dijo:
–Fíjese, ño. Así la quiero cuando me la pague: descopetada de un solo toletazo.
Esto contaban. Tal vez habría mucho de leyenda en cuanto se decía a propósito de su fortuna; pero bastante rica y muy avara sí era doña Bárbara.
En cuanto a la conseja de sus poderes de hechicería, no todo era tampoco invención de la fantasía llanera. Ella se creía realmente asistida de potencias sobrenaturales y a menudo hablaba de un «Socio» que la había librado de la muerte, una noche, encendiéndole la vela para que se despertara a tiempo que penetraba en su habitación un peón pagado para asesinarla, y que desde entonces se le aparecía a aconsejarle lo que debiera hacer en las situaciones difíciles o a revelarle los acontecimientos lejanos o futuros que le interesara conocer. Según ella, era el propio milagroso Nazareno de Achaguas; pero lo llamaba simplemente y con la mayor naturalidad: «El Socio», y de aquí se originó la leyenda de su pacto con el diablo.
Mas, Dios o demonio tutelar, era lo mismo para ella, ya que en su espíritu, hechicería y creencias religiosas, conjuros y oraciones, todo estaba revuelto y confundido en una sola masa de superstición, así como sobre su pecho estaban en perfecta armonía escapularios y amuletos de los brujos indios, y sobre la repisa del cuarto de los misteriosos conciliábulos con «el Socio», estampas piadosas, cruces de palma bendita, colmillos de caimán, piedras de curvinata y de centella, y fetiches que se trajo de las rancherías indígenas consumían el aceite de una común lamparilla votiva.
Tocante a amores, ya ni siquiera aquella mezcla salvaje de apetitos y odio de la devoradora de hombres. Inhibida la sensualidad por la pasión de la codicia, y atrofiadas hasta las últimas fibras femeniles de su ser por los hábitos del marimacho –que dirigía personalmente las peonadas, manejaba el lazo y derribaba un toro en plena sabana como el más hábil de sus vaqueros, y no se quitaba de la cintura la lanza y el revólver, ni los cargaba encima sólo para intimidar–, si alguna razón de pura conveniencia –la necesidad de un mayordomo incondicional en un momento dado, o, como en el caso de Balbino Paiba, de un instrumento suyo en el campo enemigo– la movía a prodigar caricias, más era hombruno tomar que femenino entregarse. Un profundo desdén por el hombre había reemplazado al rencor implacable.
No obstante este género de vida y el haber traspuesto ya los cuarenta, era todavía una mujer apetecible, pues si carecía en absoluto de delicadezas femeniles, en cambio, el imponente aspecto del marimacho le imprimía un sello original a su hermosura: algo de salvaje, bello y terrible a la vez.
Tal era la famosa doña Bárbara: lujuria y superstición, codicia y crueldad, y allá en el fondo del alma sombría, una pequeña cosa pura y dolorosa: el recuerdo de Asdrúbal, el amor frustrado que pudo hacerla buena. Pero aun esto mismo adquiría los terribles caracteres de un culto bárbaro que exigiera sacrificios humanos: el recuerdo de Asdrúbal la asaltaba siempre que se tropezaba en su camino con un hombre en quien valiera la pena hacer presa.






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