quarta-feira, 6 de março de 2013
VI. EL RECUERDO DE ASDRÚBAL
Aquella misma noche, en El Miedo.
Cerca de la obscurecida llegó el Brujeador. Dijéronle que doña Bárbara acababa de sentarse a la mesa; pero como tenía cuentas que rendirle y noticias que comunicarle y, además, estaba deseoso de tumbarse a descansar, no quiso esperar a que ella concluyese de comer y se dirigió a la casa, todavía con su cobija al brazo.
Mas, ya al entrar, se arrepintió de su prisa. Doña Bárbara comía acompañada de Balbino Paiba, persona con quien no simpatizaba. Trató de revolverse, a tiempo que ella le decía:
–Entre, Melquíades.
–Yo vuelvo más tarde. Siga comiendo tranquila.
Y Balbino, con sorna, y a la vez que se enjugaba a manotadas los gruesos bigotes impregnados del caldo grasiento de las sopas:
–Entre, Melquíades. No tenga miedo, que aquí no hay perros.
El Brujeador le arrojó una mirada muy poco amistosa y replicó, mordaz:
–¿Está seguro, don Balbino?
Pero Balbino no entendió la reticencia, y el otro continuó, dirigiéndose a doña Bárbara:
–Vine solamente a darle cuenta de que las bestias llegaron bien a San Francisco, y a entregarle lo suyo.
Dejó la cobija sobre una silla, se corrió hacia adelante el bolsillo de la faja y sacó varias monedas de oro que luego puso apiladas en la mesa diciendo:
–Cuente a ver si está completo.
Balbino las miró de soslayo, y aludiendo a la costumbre de doña Bárbara de enterrar todo el oro que le caía en las manos, exclamó:
–¿Morocotas? ¡Ojos que te vieron!
Y siguió masticando el trozo de carne que le llenaba la boca; pero sin apartar de las monedas la codiciosa mirada.
A la brusca contracción del ceño, las cejas de doña Bárbara se juntaron y se separaron en seguida, con el rápido movimiento del aletazo del gavilán. No acostumbraba tolerarle chanzas al amante en presencia de terceros, como tampoco le consentía ternezas ni nada que pudiese ponerla en condiciones de inferioridad, y no procedía así por espíritu de disimulo, porque en esto, como en todo lo demás, su despreocupación era absoluta, sino por la naturaleza misma de los sentimientos que le inspiraba aquel hombre.
Balbino Paiba no lo ignoraba; pero como era torpe y jactancioso, –no desperdiciaba ocasión de aparentar que tenía un ascendiente absoluto sobre ella, aunque por cada uno de sus alardes ya se hubiera llevado un chasco. La chanza que acababa de permitirse era de las que menos solía tolerar la avara doña Bárbara y se la cobró en seguida:
–Debe de estar completo –dijo, guardándose el dinero sin contarlo–. Usted nunca se equivoca, Melquíades. No tiene esa mala costumbre.
Balbino se manoteó los bigotes, no para limpiárselos sino como maquinalmente hacía cuando algo lo contrariaba. A él nunca le había dado una muestra de confianza semejante; por el contrario, siempre contaba minuciosamente el dinero que él debiera entregarle, y si algo faltaba –cosa que ocurría con alguna frecuencia–, se quedaba mirándolo sin decir palabra, hasta que él, fingiendo caer en cuenta de su descuido, completaba la cantidad con lo que se había dejado en el bolsillo. Además, claro estaba que aquello de la mala costumbre se refería a él. A pesar de los excelentes servicios que le había prestado en su calidad de mayordomo de Altamira, aún no había logrado captarse su confianza. En cuanto a su condición de amante, ni siquiera podía cuntar con la precaria garantía de un capricho; era un empleado a sueldo: el que le pagaba Luzardo por la mayordomía de Altamira.
–Bueno, Melquíades –prosiguió doña Bárbara–. ¿Qué más me cuentas? ¿Por qué mandaste adelante al peón?
–¿No le contó él? –interrogó, a su vez, tratando de evadir la explicación en presencia de Balbino, ante el cual siempre era sumamente parco en palabras.
–Sí. Me dijo algo; pero quiero que me refieras los detalles.
Estas palabras, así como las que antes le había dirigido, las pronunció sin mirarlo a la cara, atenta al plato que se servía. Recíprocamente, Melquíades también le hablaba sin verla. Brujos ambos, habían aprendido de los «dañeros» indios a no mirarse nunca a los ojos.
–Pues en San Fernando escuché decir que había llegado el doctor Santos Luzardo a meterle a usted de atrás palante todos esos pleitos que usted le ha ganado. Me dio curiosidad de conocer al hombre, y por fin logré que me lo mostraran. Pero luego lo perdí de vista, hasta que, ayer tarde, yo que estoy ensillando para seguir con la fresca de la noche y amanecer aquí con el día, cuando oigo que llega un viajero diciendo que se le ha atarrillado la bestia, y contratando un bongo, que estaba allí cogiendo una carga de cueros de chigüire, para que lo trajera hasta el paso del Algarrobo. Ése es mi hombre, me dije, y desensillé otra vuelta, me calé la cobija, y fui a acurrucarme en el caney donde le iban a servir la comida a escuchar lo que conversara.
–Y oíste muchas cosas, seguramente. Ya me las imagino.
–Pues para que vea: nada que valiera la pena de estar sudando calenturas ajenas, como dice el dicho. Pero, oyendo al doctorcito, que da gusto oírlo cuando se le afloja la lengua, porque conversa muy sabroso, pensé: Hombre que le gusta escucharse, no puede estar callado mucho tiempo. La cuestión es tener paciencia y la oreja parada. Y anoche mismo le dije al peón: Llévate mi caballo arrabiatado, que yo voy a ver si quepo en el bongo.
Y refirió luego la escena del palodeagua, durante la siesta, pintando a Santos Luzardo como a hombre arriesgado y peligroso.
Era el espaldero de doña Bárbara uno de esos sujetos tortuosos y agazapados que siempre necesitan manifestar todo lo contrario de lo que sienten. Sus ademanes blanduzcos, sus palabras calmosas y su costumbre de mostrarse siempre muy admirado de la hombría de los demás, envolvían una maldad buida y fría que traspasaba los límites de lo atroz.
–No se agache tanto, zambo –díjole Balbino, al oírlo ponderar las condiciones varoniles del dueño de Altamira–. Ya sabemos que usté no es hombre para achicársele a patiquines.
–Pues, mire, don Balbino. Voy a decirle. No es que me agacho, ¿sabe? Es que el hombre es talludito y, además, se empina cuando hace falta.
–Si es así, mañana lo rebajaremos un poco, para emparejarlo –concluyó Paiba, quien, por el contrario, no acostumbraba concederle nada al enemigo.
El Brujeador sonrió, y luego, sentencioso:
–Acuérdese, don Balbino, de que siempre es mejor recoger que devolver.
–No tenga cuidado, Melquíades. Yo sabré recoger mañana lo que sembré hoy.
Aludía al plan urdido para imponérsele a Luzardo: sonsacarle los peones, ausentarse de Altamira aquella noche, caer al día siguiente por allá, y, con un pretexto cualquiera, provocar un altercado con el primer peón que encontrase y despedirlo del trabajo, todo sin hacer caso de la presencia de Luzardo.
Mas, como al tener una idea en la cabeza ya no podía estar tranquilo si no la divulgaba, y, además, necesitaba demostrarle a Melquíades que él sí se atrevía con Santos Luzardo, no se contentó con la vaga alusión a sus planes y, tragando de prisa el bocado, comenzó a exponerlos:
–Mañana muy temprano va a saber el doctor Luzardo qué clase de hombre es su mayordomo Balbino Paiba.
Pero se interrumpió para observar lo que entretanto hacía doña Bárbara.
Acababa de servirse un vaso de agua y se lo llevaba a los labios, cuando, haciendo un gesto de sorpresa, echó atrás la cara y se quedó luego mirando fijamente el contenido del envase suspendido a la altura de sus ojos. En seguida la expresión de extrañeza fue reemplazada por otra de asombro.
–¿Qué pasa? –interrogó Balbino.
–Nada. El doctor Luzardo que ha querido dejarse ver –respondió, mirando siempre el agua del vaso.
Balbino hizo un movimiento de recelo. Melquíades dio un paso hacia la mesa, y apoyando en ésta la diestra, se inclinó a mirar también el embrujado envase, y ella prosiguió, visionaria:
–¡Simpático el catire! ¡Qué colorada tiene la cara! Se conoce que no está acostumbrado a los soles llaneros. ¡Y viste bien!
El Brujeador se retiró de la mesa con estas frases mentales:
–«Perro no come perro. Que te crea Balbino. Todo eso te lo dijo el peón.»
Era, en efecto, una de las innumerables trácalas de que solía valerse doña Bárbara para administrar su fama de bruja y el temor que con ello inspiraba a los demás. Algo de esto sospechaba Balbino, pero, sin embargo, la cosa lo impresionó:
–¡Tres Divinas Personas! –invocó entre dientes, agregando en seguida–: ¡Por sí acaso!
Entretanto, doña Bárbara había depositado el vaso sobre la mesa, sin llevárselo a los labios, asaltada por un recuerdo repentino que le ensombreció la faz:
«Era a bordo de una piragua... Lejos, en el profundo silencio, se oía el bronco mugido de los raudales de Atures... De pronto cantó el yacabó...»
Transcurrieron unos instantes.
–¿No vas a terminar de comer? –inquirió Balbino. Y la pregunta se quedó sin respuesta.
–Si no tiene nada más que mandarme –dijo Melquíades al cabo de un rato.
Recogió su cobija, se la echó al hombro y esperó otro rato para agregar:
–Bueno. Con su permiso, yo me retiro. Que la pase usted bien.
Balbino siguió comiendo solo. Luego retiró dé pronto el plato, se manoteó los bigotes y abandonó la mesa.
Comenzó a parpadear la lámpara. Se apagó por fin. Doña Bárbara estaba todavía junto a la mesa, y su pensamiento, inmóvil, torvo, sombrío, en aquel momento atroz de su pasado.
«...Lejos, en el profundo silencio, se oía el bronco mugido de los raudales de Atures... De pronto cantó el yacabó...»
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