quarta-feira, 27 de novembro de 2013

IX LA ESFINGE DE LA SABANA

Buen negocio dejaba atrás Balbino Paiba, y lo perdía cuando iba a empezar a sacarle verdadero provecho. Hasta entonces había sido doña Bárbara quien realmente se benefició con su mayordomía de Altamira, pues mientras ella sacó de allí orejanos a millares marcados con el hierro de El Miedo, él apenas había «manoteado» por cuenta propia unos trescientos «bichos» entre reses y bestias, número insignificante para sus habilidades administrativas. 

 Ahora sólo le quedaba la perspectiva de «mayordomear» en El Miedo –como por allí se llamaba el abigeato de los mayordomos–, ya que, por precaria que fuese su condición de amanto de doña Bárbara, ésta tenía que resarcirlo de la pérdida de las gangas de Altamira, a causa de los buenos servicios que le había prestado. 

Pero, además de éstas, Balbino iba rumiando otras contrariedades. Su retirada equivalía a reconocerle a Santos Luzardo las condiciones de hombría que no había querido concederle la noche anterior, y bien pudiera ocurrírsele al Brujeador recibirlo con estas palabras: 

–¿No le dije, don Balbino? Mejor es recoger que devolver. 

Llegaba ya a la casa de El Miedo, cuando se le reunieron tres hombres que traían la misma dirección. 

–¿Qué buscan por aquí los Mondragones? –les preguntó. 

–¡Guá! ¿No sabe usted la novedad, don Balbino? La señora nos ha mandado desocupar la casa de Macanillal. Parece 

que ya no nos necesita por allá.

Eran los Mondragones tres hermanos, oriundos de las llanuras de Barinas, a los cuales, por su bravura y fechorías, apodaban Onza, Tigre y León. Fugitivos por crímenes cometidos en los llanos de aquel Estado, pasaron al de Apure, y después de haber merodeado y practicado el abigeato durante algún tiempo, entraron al servicio de doña Bárbara, en cuyos dominios hallaban– seguro asilo cuantos facinerosos cayeran por el Arauca. 

La casa de Macanillal estaba situada en el lindero con Altamira, establecido de acuerdo con la última sentencia que había obtenido doña Bárbara en su favor; pero tanto la casa como los postes del lindero habían cambiado ya de sitio, Altamira adentro, pues para eso estaban allí los Mondragones con la consigna de hacer avanzar de tiempo en tiempo la línea divisoria, cuyo punto de referencia, deliberadamente vago en la decisión del tribunal, era la «casa en piernas» que ellos habitaban, fácil de desarmar y reconstruir en obra de horas, sin que del traslado quedaran muestras perceptibles, a primera vista, en la uniformidad del inmenso paño de sabana. Mediante esta estratagema, ya doña Bárbara le había quitado a Altamira cerca de media legua más en el lapso de seis meses, con lo cual, al mismo tiempo, preparaba otro litigio. 

A Balbino le cayó mal la noticia que le dio el Onza; pero fue más sorprendente todavía lo que agregó el Tigre: 

–No fuera nada que nos hubiera mandado a desocupar la casa, sino que esta mañana llegó allá Melquíades con la orden de que la desbaratáramos esta noche y la volviéramos a poner, en junto con los postes del lindero, en donde estaba enantes. Como si eso de mudar una casa y cambiar una posteadura fuera cosa de hacerse en una noche. Además, a nosotros nunca nos ha gustado echar para atrás, después que hemos empujado palante. Por eso venimos a decirle a la señora que mejor es que mande a otros a hacer ese trabajito. 

Balbino cavilaba, ceñudo, y el León concluyó: 

–Yo lo que digo es que hay cosas que no entiendo. A menos que la señora la vaya a dar ahora por tenerle miedo al vecino. 

–No desbaraten la casa ni muden los postes –díjoles Balbino–. No hablen con ella todavía, tampoco. Dejen eso de mi cuenta. Quédense por aquí mientras yo converso con la señora. 

Los Mondragones se entretuvieron conversando con los otros peones que estaban por allí, y Balbino se dirigió a la casa. 

La primera impresión desagradable fue el cambio que, de la noche a la mañana, se había operado en el aspecto de la mujerona. Ya no llevaba aquella sencilla bata blanca, cerrada hasta el cuello y con mangas que le cubrían completamente los brazos, que era el máximo de femineidad que se consentía en el traje, sino otra, que nunca le había visto usar Balbino, descolada y sin mangas, y adornada con cintas y encajes. Además, llevaba el cabello mejor peinado, hasta con cierta gracia que la rejuvenecía y la hermoseaba. 

No obstante, a Balbino no le cayó bien la transformación. Contrajo el ceño y dejó escapar un leve gruñido de desconfianza. 

La segunda impresión desagradable fue la sonrisa mordaz con que ella le preguntó, aludiendo a la fanfarronada que le oyera la noche anterior a propósito de sus planes contra Luzardo: 

–¿Lo emparejaste? 

Molesto y desconcertado por esta acogida burlona, el hombre respondió bruscamente: 

–Del camino me revolví a esperar que él me llame a rendirle cuentas. Ojalá se atreva a pedírmelas, para ver quién es el que va a tener que darlas. 

Ella se quedó mirándolo, sin dejar de sonreír, y él, después de darse dos o tres manotadas en los bigotes: 

–Si yo estaba allá, era por complacerte. Desapareció la sonrisa de la faz de la mujer; pero se mantuvo su desconcertante silencio. 

Balbino hizo un gesto de desconfianza y, mentalmente

–«Ya esto no me está gustando mucho» –se dijo. 

En efecto, la superioridad de aquella mujer, su dominio sobre los demás y el temor que inspiraba, parecían radicar, especialmente, en su saber callar y guardar. Era inútil proponerse arrebatarle un secreto; de sus planes nadie sabía nunca una palabra; en sus verdaderos sentimientos acerca de una persona nadie penetraba. Su privanza lo daba todo, incluso la incertidumbre perenne de poseerla realmente; cuando el favorito se acercaba a ella no sabía nunca con qué iba a encontrarse. 

Quien la amara, como llegó a amarla Lorenzo Barquero, tenía la vida por tormento. 

Muy distante estaba Balbino de una pasión como aquella de Barquero; pero los favores de doña Bárbara no eran despreciables todavía, y, por añadidura, enriquecían. La leyenda de aquel poder sobrenatural que la asistía, haciendo imposible, por procedimientos misteriosos, que no le quitasen una res o una bestia, era quizá invención de la bellaquería de los mayordomos-amantes, que habían hecho sus negocios fraudulentos con la hacienda de ella, pues, sumamente supersticiosa como era, por creerse asistida en realidad de aquellos poderes, se descuidaba y se dejaba robar. 

Decidió aprovechar lo de los Mondragones para sondear los sentimientos de la enigmática mujer. 

–Por ahí están los Mondragones, que acaban de llegar de Macanillal. 

–¿A qué han venido? –inquirió ella. 

–Parece que quieren hablar con usted. –Ahora le parecía más prudente darle tratamiento respetuoso–. Porque como 

que no están muy conformes con desbaratar todo lo que se había hecho por allá. 

Doña Bárbara volvió la cabeza con un movimiento brusco y un gesto imperioso: 

–¡Cómo que no están conformes! ¿Ya ellos, quién les ha preguntado si les agrada o no? Llámalos acá. 

–Es decir: no es que no quieran hacer lo que se les ha mandado, sino que, como son tres hombres nada más, no 

pueden darse abasto para mudar la casa y los postes en una noche. 

–Que se lleven la gente que sea necesaria; pero que mañana amanezca todo donde estaba antes. 

–Se lo diré así –respondió Balbino, encogiéndose de hombros.

–Por ahí has debido empezar. Bien sabes que no consiento que se discutan mis órdenes. 

Balbino salió al patio, llamó aparte a los Mondragones y les dijo: 

–Ustedes están equivocados. No es miedo al vecino, como se imaginan, sino un peine que queremos ponerle para 

que se envalentone y se zumbe contra nosotros. Ándense allá y procedan a hacer todo lo que ella les mandó, y llévense la gente que necesiten para que mañana mismo amanezca la casa en su puesto de antes y los postes del lindero donde los mandó poner el juez. 

–Ese es otro cantar –dijo el Onza–. Si es así, ya vamos a estar mudándonos con lindero y todo. 

Y regresó con sus hermanos a Macanillal, llevándose además la gente necesaria para ejecutar rápidamente el trabajo. 

Balbino volvió al lado de doña Bárbara, y después de haberle dirigido algunas palabras que se quedaron sin 

respuesta, resolvió salir de dudas acerca de los sentimientos que ella abrigaba respecto a Luzardo, diciendo: 

–Ya Melquíades como que está perdiendo los libros. Miren que habérsele ocurrido venirse en el bongo, donde nada podía hacer, habiendo en esa costa de monte del Arauca tanto apostadero bueno para no dejar pasar al doctor Luzardo... 

Y un río tan caimanoso como ése, que carga con todos los muertos que se le quieran echar. Ahora la cosa va a ser más comprometida, porque aunque no sea sino por llenar la fórmula, las autoridades tendrán que abrir averiguaciones. 

Sin cambiar de actitud y con voz lenta y sombría, doña Bárbara replicó a la siniestra insinuación: 

–Dios libre al que se atreva contra Santos Luzardo. Ese hombre me pertenece.