quarta-feira, 27 de novembro de 2013

IX LA ESFINGE DE LA SABANA

Buen negocio dejaba atrás Balbino Paiba, y lo perdía cuando iba a empezar a sacarle verdadero provecho. Hasta entonces había sido doña Bárbara quien realmente se benefició con su mayordomía de Altamira, pues mientras ella sacó de allí orejanos a millares marcados con el hierro de El Miedo, él apenas había «manoteado» por cuenta propia unos trescientos «bichos» entre reses y bestias, número insignificante para sus habilidades administrativas. 

 Ahora sólo le quedaba la perspectiva de «mayordomear» en El Miedo –como por allí se llamaba el abigeato de los mayordomos–, ya que, por precaria que fuese su condición de amanto de doña Bárbara, ésta tenía que resarcirlo de la pérdida de las gangas de Altamira, a causa de los buenos servicios que le había prestado. 

Pero, además de éstas, Balbino iba rumiando otras contrariedades. Su retirada equivalía a reconocerle a Santos Luzardo las condiciones de hombría que no había querido concederle la noche anterior, y bien pudiera ocurrírsele al Brujeador recibirlo con estas palabras: 

–¿No le dije, don Balbino? Mejor es recoger que devolver. 

Llegaba ya a la casa de El Miedo, cuando se le reunieron tres hombres que traían la misma dirección. 

–¿Qué buscan por aquí los Mondragones? –les preguntó. 

–¡Guá! ¿No sabe usted la novedad, don Balbino? La señora nos ha mandado desocupar la casa de Macanillal. Parece 

que ya no nos necesita por allá.

Eran los Mondragones tres hermanos, oriundos de las llanuras de Barinas, a los cuales, por su bravura y fechorías, apodaban Onza, Tigre y León. Fugitivos por crímenes cometidos en los llanos de aquel Estado, pasaron al de Apure, y después de haber merodeado y practicado el abigeato durante algún tiempo, entraron al servicio de doña Bárbara, en cuyos dominios hallaban– seguro asilo cuantos facinerosos cayeran por el Arauca. 

La casa de Macanillal estaba situada en el lindero con Altamira, establecido de acuerdo con la última sentencia que había obtenido doña Bárbara en su favor; pero tanto la casa como los postes del lindero habían cambiado ya de sitio, Altamira adentro, pues para eso estaban allí los Mondragones con la consigna de hacer avanzar de tiempo en tiempo la línea divisoria, cuyo punto de referencia, deliberadamente vago en la decisión del tribunal, era la «casa en piernas» que ellos habitaban, fácil de desarmar y reconstruir en obra de horas, sin que del traslado quedaran muestras perceptibles, a primera vista, en la uniformidad del inmenso paño de sabana. Mediante esta estratagema, ya doña Bárbara le había quitado a Altamira cerca de media legua más en el lapso de seis meses, con lo cual, al mismo tiempo, preparaba otro litigio. 

A Balbino le cayó mal la noticia que le dio el Onza; pero fue más sorprendente todavía lo que agregó el Tigre: 

–No fuera nada que nos hubiera mandado a desocupar la casa, sino que esta mañana llegó allá Melquíades con la orden de que la desbaratáramos esta noche y la volviéramos a poner, en junto con los postes del lindero, en donde estaba enantes. Como si eso de mudar una casa y cambiar una posteadura fuera cosa de hacerse en una noche. Además, a nosotros nunca nos ha gustado echar para atrás, después que hemos empujado palante. Por eso venimos a decirle a la señora que mejor es que mande a otros a hacer ese trabajito. 

Balbino cavilaba, ceñudo, y el León concluyó: 

–Yo lo que digo es que hay cosas que no entiendo. A menos que la señora la vaya a dar ahora por tenerle miedo al vecino. 

–No desbaraten la casa ni muden los postes –díjoles Balbino–. No hablen con ella todavía, tampoco. Dejen eso de mi cuenta. Quédense por aquí mientras yo converso con la señora. 

Los Mondragones se entretuvieron conversando con los otros peones que estaban por allí, y Balbino se dirigió a la casa. 

La primera impresión desagradable fue el cambio que, de la noche a la mañana, se había operado en el aspecto de la mujerona. Ya no llevaba aquella sencilla bata blanca, cerrada hasta el cuello y con mangas que le cubrían completamente los brazos, que era el máximo de femineidad que se consentía en el traje, sino otra, que nunca le había visto usar Balbino, descolada y sin mangas, y adornada con cintas y encajes. Además, llevaba el cabello mejor peinado, hasta con cierta gracia que la rejuvenecía y la hermoseaba. 

No obstante, a Balbino no le cayó bien la transformación. Contrajo el ceño y dejó escapar un leve gruñido de desconfianza. 

La segunda impresión desagradable fue la sonrisa mordaz con que ella le preguntó, aludiendo a la fanfarronada que le oyera la noche anterior a propósito de sus planes contra Luzardo: 

–¿Lo emparejaste? 

Molesto y desconcertado por esta acogida burlona, el hombre respondió bruscamente: 

–Del camino me revolví a esperar que él me llame a rendirle cuentas. Ojalá se atreva a pedírmelas, para ver quién es el que va a tener que darlas. 

Ella se quedó mirándolo, sin dejar de sonreír, y él, después de darse dos o tres manotadas en los bigotes: 

–Si yo estaba allá, era por complacerte. Desapareció la sonrisa de la faz de la mujer; pero se mantuvo su desconcertante silencio. 

Balbino hizo un gesto de desconfianza y, mentalmente

–«Ya esto no me está gustando mucho» –se dijo. 

En efecto, la superioridad de aquella mujer, su dominio sobre los demás y el temor que inspiraba, parecían radicar, especialmente, en su saber callar y guardar. Era inútil proponerse arrebatarle un secreto; de sus planes nadie sabía nunca una palabra; en sus verdaderos sentimientos acerca de una persona nadie penetraba. Su privanza lo daba todo, incluso la incertidumbre perenne de poseerla realmente; cuando el favorito se acercaba a ella no sabía nunca con qué iba a encontrarse. 

Quien la amara, como llegó a amarla Lorenzo Barquero, tenía la vida por tormento. 

Muy distante estaba Balbino de una pasión como aquella de Barquero; pero los favores de doña Bárbara no eran despreciables todavía, y, por añadidura, enriquecían. La leyenda de aquel poder sobrenatural que la asistía, haciendo imposible, por procedimientos misteriosos, que no le quitasen una res o una bestia, era quizá invención de la bellaquería de los mayordomos-amantes, que habían hecho sus negocios fraudulentos con la hacienda de ella, pues, sumamente supersticiosa como era, por creerse asistida en realidad de aquellos poderes, se descuidaba y se dejaba robar. 

Decidió aprovechar lo de los Mondragones para sondear los sentimientos de la enigmática mujer. 

–Por ahí están los Mondragones, que acaban de llegar de Macanillal. 

–¿A qué han venido? –inquirió ella. 

–Parece que quieren hablar con usted. –Ahora le parecía más prudente darle tratamiento respetuoso–. Porque como 

que no están muy conformes con desbaratar todo lo que se había hecho por allá. 

Doña Bárbara volvió la cabeza con un movimiento brusco y un gesto imperioso: 

–¡Cómo que no están conformes! ¿Ya ellos, quién les ha preguntado si les agrada o no? Llámalos acá. 

–Es decir: no es que no quieran hacer lo que se les ha mandado, sino que, como son tres hombres nada más, no 

pueden darse abasto para mudar la casa y los postes en una noche. 

–Que se lleven la gente que sea necesaria; pero que mañana amanezca todo donde estaba antes. 

–Se lo diré así –respondió Balbino, encogiéndose de hombros.

–Por ahí has debido empezar. Bien sabes que no consiento que se discutan mis órdenes. 

Balbino salió al patio, llamó aparte a los Mondragones y les dijo: 

–Ustedes están equivocados. No es miedo al vecino, como se imaginan, sino un peine que queremos ponerle para 

que se envalentone y se zumbe contra nosotros. Ándense allá y procedan a hacer todo lo que ella les mandó, y llévense la gente que necesiten para que mañana mismo amanezca la casa en su puesto de antes y los postes del lindero donde los mandó poner el juez. 

–Ese es otro cantar –dijo el Onza–. Si es así, ya vamos a estar mudándonos con lindero y todo. 

Y regresó con sus hermanos a Macanillal, llevándose además la gente necesaria para ejecutar rápidamente el trabajo. 

Balbino volvió al lado de doña Bárbara, y después de haberle dirigido algunas palabras que se quedaron sin 

respuesta, resolvió salir de dudas acerca de los sentimientos que ella abrigaba respecto a Luzardo, diciendo: 

–Ya Melquíades como que está perdiendo los libros. Miren que habérsele ocurrido venirse en el bongo, donde nada podía hacer, habiendo en esa costa de monte del Arauca tanto apostadero bueno para no dejar pasar al doctor Luzardo... 

Y un río tan caimanoso como ése, que carga con todos los muertos que se le quieran echar. Ahora la cosa va a ser más comprometida, porque aunque no sea sino por llenar la fórmula, las autoridades tendrán que abrir averiguaciones. 

Sin cambiar de actitud y con voz lenta y sombría, doña Bárbara replicó a la siniestra insinuación: 

–Dios libre al que se atreva contra Santos Luzardo. Ese hombre me pertenece. 

 

sexta-feira, 8 de março de 2013

VIII. LA DOMA


La llanura es bella y terrible a la vez; en ella caben, holgadamente, hermosa vida y muerte atroz. Ésta acecha por todas partes; pero allí nadie la teme. El Llano asusta; pero el miedo del Llano no enfría el corazón; es caliente como el gran viento de su soleada inmensidad, como la fiebre de sus esteros.
El Llano enloquece, y la locura del hombre de la tierra ancha y libre es ser llanero siempre. En la guerra buena, esa locura fue la carga irresistible del pajonal incendiado en Mucuritas y el retozo heroico de Queseras del Medio; en el trabajo: la doma y el ojeo, que no son trabajos, sino temeridades; en el descanso: la llanura en la malicia del «cacho», en la bellaquería del «pasaje», en la melancolía sensual de la copla; en el perezoso abandono: la tierra inmensa por delante y no andar, el horizonte todo abierto y no buscar nada; en la amistad: la desconfianza, al principio, y luego la franqueza absoluta; en el odio: la arremetida impetuosa; en el amor: «primero mi caballo». ¡La llanura siempre!
Tierra abierta y tendida, buena para el esfuerzo y para la hazaña; toda horizontes, como la esperanza, toda caminos, como la voluntad.
–¡Alivántense, muchachos! Que ya viene la aurora con los lebrunos del día.
Es la voz de Pajarote, que siempre amanece de buen humor, y son los lebrunos del día –metáfora ingenua de ganadero poeta– las redondas nubecillas que el alba va coloreando en el horizonte, tras la ceja obscura de una mata.
Ya en la cocina, un mecho de sebo pendiente del techo alumbra, entre las paredes cubiertas de hollín, la colada del café, y uno a uno van acercándose a la puerta los peones madrugadores. Casilda les sirve la aromática infusión, y, entre sorbo y sorbo, ellos hablan de las faenas del día.
Todos parecen muy esperanzados; menos Carmelito, que ya tiene ensillado el caballo para marcharse. Antonio dice:
–Lo primero que hay que hacer es jinetear el potro alazano tostado, porque el doctor necesita una bestia buena para su silla, y ese mostrenco es de los mejores.
–¡Que si es bueno! –apoya Venancio, el amansador.
Y Pajarote agrega:

–Como que el don Balbino, que de eso sí sabe y no se le puede quitar, ya lo tenía visteado para cogérselo.
Mientras Carmelito, para sus adentros:
–Lástima de bestia, hecha para llevar más hombre encima.
Y cuando los peones se dirigieron a la corraleja donde estaba el potro, detuvo a Antonio y le dijo:
–Siento tener que participarte que yo he decidido no continuar en Altamira. No me preguntes por qué.
–No te lo pregunto, porque ya sé lo que te pasa, Carmelito –replicó Antonio–. Ni tampoco te pido que no te vayas, aunque contigo contaba, más que con ningún otro; pero si te voy a hacer una exigencia. Aguárdate un poco. Un par de días no más, mientras yo me acomodo a la falta que me vas a hacer.
Y Carmelito, comprendiendo que Antonio le pedía aquel plazo con la esperanza de verlo rectificar el concepto que se había formado del amo, accedió:
–Bueno. Voy a complacerte. Por ser cosa tuya, me quedo hasta que te acomodes, como dices. Aunque hay cosas que no tienen acomodo en esta tierra.
Avanza el rápido amanecer llanero. Comienza a moverse sobre la sabana la fresca brisa matinal, que huele a mastranto y a ganados. Empiezan a bajar las gallinas de las ramas del totumo y del merecure; el talisayo insaciable les arrastra el manto de oro del ala ahuecada, y una a una las hace esponjarse de amor. Silban las perdices entre los pastos. En el paloapique de la majada, una paraulata rompe su trino de plata. Pasan los voraces pericos, en bulliciosas bandadas; más arriba, la algarabía de los bandos de güiriríes, los rojos rosarios de coroceras; más arriba todavía, las garzas blancas, serenas y silenciosas. Y bajo la salvaje algarabía de las aves que doran sus alas en la tierna luz del amanecer, sobre la ancha tierra por donde ya se dispersan los rebaños bravíos y galopan las yeguadas cerriles saludando al día con el clarín del relincho, palpita con un ritmo amplio y poderoso la vida libre y recia de la llanura. Santos Luzardo contempla el espectáculo desde el corredor de la casa y siente que en lo íntimo de su ser olvidados sentimientos se le ponen al acorde de aquel bárbaro ritmo.
Voces alteradas, allá junto a la corraleja, interrumpieron su contemplación:
–Ese mostrenco pertenece al doctor Luzardo, porque fue cazado en sabanas de Altamira, y a mí no me venga usted con cuentos de que es hijo de una yegua miedeña. Ya aquí se acabaron los manotees.
Era Antonio Sandoval, encarado con un hombrachón que acababa de llegar, y le pedía cuentas por haber mandado a enlazar el potro alazano, del cual poco antes le hablara el amansador.
Santos comprendió que el recién llegado debía de ser su mayordomo Balbino Paiba y se dirigió a la corraleja a ponerle fin a la pendencia.
–¿Qué pasa? –les preguntó.
Mas, como ni Antonio, por impedírselo el sofocón del coraje, ni el otro, por no dignarse dar explicaciones, respondían a sus palabras, insistió, autoritariamente y encarándose con el recién llegado:
–¿Qué sucede? Pregunto.
–Que este hombre se me ha insolentado –respondió el hombretón.
–¿Y usted quién es? –inquirió Luzardo, como si no sospechase quién pudiera ser.
–Balbino Paiba. Para servirle.
–¡Ah! –exclamó Santos, continuando la ficción–. ¡Conque es usted el mayordomo! ¡A buena hora se presenta! Y llega buscando pendencias en vez de venir a presentarme sus excusas por no haber estado aquí anoche, como era su deber.
Una manotada a los bigotes y una respuesta que no estaba en el plan que Balbino se había trazado para imponérsele a Luzardo desde el primer momento.

–Yo no sabía que usted venía anoche. Ahora es que vengo a darme cuenta de que se hallaba aquí. Digo, porque supongo que debe de ser usted el amo, para hablarme así.
–Hace bien en suponerlo.
Pero ya Paiba había reaccionado del momentáneo desconcierto que le produjera la inesperada actitud enérgica de Luzardo, y tratando de recuperar el terreno perdido, dijo:
–Bueno. Ya he presentado mis excusas. Ahora me parece que le toca a usted, porque el tono con que me ha hablado... Francamente... No es el que estoy acostumbrado a oír cuando alguien me dirige la palabra.
Sin perder su aplomo y con una leve sonrisa irónica, Santos replicó:
–Pues no es usted muy exigente.
–Tenemos jefe –se dijo Pajarote.
Y ya no le quedaron a Balbino ganas de bravuconadas ni esperanzas de mayordomías.
–¿Quiere decir que estoy dado de baja y que, por consiguiente, aquí se terminó mi papel?
–Todavía no. Aún le falta rendirme cuentas de su administración. Pero eso será más tarde.
Y le dio la espalda, a tiempo que Balbino concluía a regañadientes:
–Cuando usted lo disponga.
Antonio buscó con la mirada a Carmelito, y Pajarote, dirigiéndose a María Nieves y a Venancio –que estaban dentro de la corraleja esperando el resultado de la escena y aparentemente ocupados en preparar los cabos de soga para maniatar el alazano– les gritó, llenas de intenciones las palabras:
–¡Bueno, muchachos! ¿Qué hacen ustedes que todavía no han maroteado a ese mostrenco? Mírenlo como está temblando de rabia que parece miedo. Y eso que sólo le han dejado ver la marota. ¿Qué será cuando lo tengamos planeado contra el suelo?
–¡Y que va a ser ya! ¡Vamos a ver si se quita esas marotas como se quitó las otras! –añadieron María Nieves y Venancio, celebrando con risotadas la doble intención de las palabras del compañero, que tanto se referían a Balbino como al alazano.
Brioso, fino de líneas y de gallarda alzada, brillante el pelo y la mirada fogosa, el animal indómito había reventado, en efecto, las maneas que le pusieron al cazarlo y, avisado por el instinto de que era el objeto de la operación que preparaban los peones, se defendía procurando estar siempre en medio de la madrina de mostrencos que correteaban de aquí para allá dentro de la corraleja.
Al fin, Pajarote logró apoderarse del cabo de soga que llevaba a rastras, y, palanqueándose, con los pies clavados en el suelo y el cuerpo echado atrás, resistió el envión de la bestia, dando con ella en tierra.
–Guayuquéalo, catire –le gritó María Nieves–. No lo dejes que se pare.
Pero en seguida el alazano se enderezó sobre sus remos, tembloroso de coraje. Pajarote lo dejó que se apaciguara y cobrara confianza, y luego fue acercándosele, poco a poco, para ponerle el tapaojos.
Vibrante y con las pupilas inyectadas por la cólera, el potro lo dejaba aproximarse; pero Antonio le adivinó la intención y gritó a Pajarote:
–¡Ten cuidado! Ese animal te va a manotear.
Pajarote adelantó lentamente el brazo, mas no llegó a ponerle el tapaojos, pues en cuanto le tocó las orejas, el mostrenco se le abalanzó, tirándole a la cara. De un salto ágil, el hombre logró ponerse fuera de su alcance, exclamando:
–¡Ah hijo de puya bien resabiao!
Pero este breve instante fue suficiente para que el potro corriera a defenderse otra vez dentro de la madrina de mostrencos que presenciaban la operación, erguidos los pescuezos, derechas las orejas.

–Enguaralalo –ordenó Antonio–. Échale un lazo gotero.
Y allí mismo estuvo el alazán atrincándose el nudo corredizo. María Nieves y Venancio se precipitaron a echarle las marotas, y con esto y la asfixia del lazo, el mostrenco se planeó contra la tierra y se quedó dominado y jadeante.
Puestos el tapaojos y la cabezada, y abrochadas las «sueltas», dejáronlo enderezarse sobre sus remos, y en seguida Venancio procedió a ponerle el simple apero que usa el amansador. El mostrenco se debatía encabritándose y lanzando coces, y cuando comprendió que era inútil defenderse, se quedó quieto, tetanizado por la cólera y bañado en sudor, bajo la injuria del apero que nunca habían sufrido sus lomos.
Todo esto lo había presenciado Santos Luzardo junto al tranquero del corral, con el ánimo excitado por la evocación de su infancia, a caballo en pelo contra el gran viento de la llanura, cuando, a tiempo que Venancio se disponía a echarle la pierna al alazán, oyó que Antonio le decía, tuteándolo:
–Santos. ¿Te acuerdas de cuando jineteabas, tú mismo, las bestias que el viejo escogía para ti?
Y no fue necesario más para que comprendiera lo que el peón fiel quería decirle con aquella pregunta. ¡La doma! La prueba máxima de llanería, la demostración de valor y de destreza que aquellos hombres esperaban para acatarlo. Maquinalmente buscó con la mirada a Carmelito, que estaba de codos sobre la palizada, al extremo opuesto de la corraleja, y con una decisión fulgurante, dijo:
–Deje, Venancio. Seré yo quien lo jineteará.
Antonio sonrió, complacido en no haberse equivocado respecto a la hombría del amo; Venancio y María Nieves se miraron, sorprendidos y desconfiados, y Pajarote, con su ruda franqueza:
–No hay necesidad de eso, doctor. Aquí todos sabemos que usted es hombre para lo que se necesite. Deje que se lo jinetee Venancio.
Pero ya Santos no atendía razones y saltó sobre la bestia indómita, que se arrasó casi contra el suelo al sentirlo sobre sus lomos.
Carmelito hizo un ademán de sorpresa y luego se quedó inmóvil, fijo en los mínimos movimientos del jinete, bajo cuyas piernas remachadas a la silla, el alazán, cohibido por el tapaojos y sostenido del bozal por Pajarote y María Nieves, se estremecía de coraje, bañado en sudor, dilatados los belfos ardientes.
Y Balbino Paiba, que se había quedado por allí en espera de que se le proporcionara oportunidad de demostrarle a Luzardo, si éste volvía a dirigirle la palabra, que aún no había pasado el peligro a que se arriesgara al hablarle como lo hiciera, sonrió despectivamente y se dijo:
–Ya este... patiquincito va a estar clavando la cabeza en su propia tierra.
Mientras Antonio se afanaba en dar los inútiles consejos, la teoría que no podía habérsele olvidado a Santos:
–Déjalo correr todo lo que quiera al principio, y luego lo va trajinando, poco a poco, con la falseta. No lo sobe sino cuando sea muy necesario y acomódese para el arranque, porque este alazano es barajustador, de los que poco corcovean, pero se disparan como alma que lleva el diablo. Venancio y yo iremos de amadrinadores.
Pero Luzardo no atendía sino a sus propios sentimientos, ímpetus avasalladores que le hacían vibrar los nervios, como al caballo salvaje loa suyos, y dio la voz, a tiempo que se inclinaba a alzar el tapaojos:
–¡Denle el llano!
–¡En el nombre de Dios! –exclamó Antonio.
Pajarote y María Nieves dejaron libre la bestia, abriéndose rápidamente a uno y otro lado. Retembló el suelo bajo el corcovear furioso, una sola pieza jinete y caballo, se levantó una polvareda, y aún no se había desvanecido cuando, ya el alazano iba lejos, bebiéndose los aires de la sabana sin fin.
Detrás, tendidos sobre las crines de las bestias amadrinadoras, pero a cada tranco más rezagados, corrían Antonio y Venancio.


Carmelito murmuró emocionado:
–Me equivoqué con el hombre.
A tiempo que Pajarote exclamaba:
–¿No le dije, Carmelito, que la corbata era para taparse los pelos del pecho, de puro enmarañados que los tenía el hombre? ¡Mírenlo cómo se agarra! Para que ese caballo lo tumbe tiene que aspearse patas arriba.
Y en seguida, para Balbino, ya francamente provocador:
–Ya van a saber los fustaneros lo que son calzones bien puestos. Ahora es cuando vamos a ver si es verdad que todo lo que ronca es tigre.
Pero Balbino se hizo el desentendido, porque cuando Pajarote se atrevía nunca se quedaba en las palabras.
«Hay tiempo para todo –pensó–. Bríos tiene el patiquincito; pero todavía no ha regresado el alazano y puede que ni vuelva. La sabana parece muy llanita, vista así por encima del pajonal; pero tiene sus saltanejas y sus desnucaderos.»
No obstante, después de haber dado unas vueltas por los caneyes, buscando lo que por allí no tenía, volvió a echarle la pierna a su caballo y abandonó Altamira, sin esperar a que lo obligaran a rendir cuenta de sus bribonadas.
¡Ancha tierra, buena para el esfuerzo y para la hazaña! El anillo de espejismos que circunda la sabana se ha puesto a girar sobre el eje del vértigo. El viento silba en los oídos, el pajonal se abre y se cierra en seguida, el juncal chaparrea y corta las carnes; pero el cuerpo no siente golpes ni heridas. A veces no hay tierra bajo las patas del caballo; pero bombas y saltanejas son peligros de muerte sobre los cuales se pasa volando. El galope es un redoblante que llena el ámbito de la llanura. ¡Ancha tierra para correr días enteros! ¡Siempre habrá más llano por delante!
Al fin comienza a ceder la bravura de la bestia. Ya está cogiendo un trote más y más sosegado. Ya camina a medio casco y resopla, sacudiendo la cabeza bañada en sudor, cubierta de espuma, dominada, pero todavía arrogante. Ya se acerca a las casas entre la pareja de amadrinadores, y relincha engreída, porque si ya no es libre, a lo menos trae un hombre encima.
Y Pajarote la recibe con el elogio llanero:
–¡Alazán tostao, primero muerto que cansao!





quarta-feira, 6 de março de 2013

VII. EL FAMILIAR


Noche de luna llena, propicia para los cuentos de aparecidos. Bajo los techos de los caneyes o encaramados en los tramos de las puertas de los corrales, siempre hay entre los vaqueros alguno que hable de los espantos que le han salido.
La ambigua claridad del satélite, trastornando las perspectivas, puebla de duendes la llanura. Son las noches de las pequeñas cosas que de lejos se ven enormes, de las distancias incalculables, de las formas disparatadas. De las sombras blancas apostadas al pie de los árboles, de los jinetes misteriosos, inmóviles en los claros de sabana, que desaparecen de pronto cuando alguien se queda mirándolos. Noches de viajar «con el escalofrío de capotera y la Magnífica en los labios» –según decía Pajarote–. Noches alucinantes en que hasta las bestias duermen inquietas.
En Altamira, siempre era Pajarote quien contaba los casos más espeluznantes. La vida andariega del encaminador de ganados y la imaginación vivaz suministrábanle mil aventuras que narrar, a cual más extraordinaria.
–¿Muertos? A todos los que salen desde el Uribante hasta el Orinoco y desde el Apure hasta el Meta, les conozco sus pelos y señales –solía decir–. Y si son los otros espantos, ya no tienen sustos que no me hayan dado.
Las almas en pena que recorren sus malos pasos por los sitios donde los dieron; la Llorona, fantasma de las orillas de los ríos, caños o remansos, y cuyos lamentos se oyen a leguas de distancia; las ánimas que rezan a coro, con un rumor de enjambres, en la callada soledad de las matas, en los claros de luna de los calveros, y el Ánima Sola, que silba al caminante para arrancarle un padrenuestro, porque es el alma más necesitada del Purgatorio; la Sayona, hermosa enlutada, escarmiento de los mujeriegos trasnochadores, que les sale al paso, les dice: «Sígueme», y de pronto se vuelve y les muestra la horrible dentadura fosforescente, y las piaras de cerdos negros que Mandinga arrea por delante del viajero, y las otras mil formas bajo las cuales se presenta, todo se le había aparecido a Pajarote.
Nada tenía, pues, de sorprendente que aquella noche, abandonado de pronto el cuatro que punteaba, anunciara que había visto al «familiar» de Altamira.
Según una antigua superstición, de misterioso origen, bastante generalizada por allí, cuando se fundaba un hato se enterraba un animal vivo entre los tranqueros del primer corral construido, al fin de que su «espíritu», prisionero de la tierra que abarcaba la finca, velase por ésta y por sus dueños. De aquí veníale el nombre de familiar, y sus apariciones eran consideradas como augurios de sucesos venturosos. El de Altamira era un toro araguato que, según la tradición, enterró don Evaristo Luzardo en la puerta de la majada, y decíanle también «el Cotizudo» por atribuírsele grandes pezuñas de toro viejo vueltas flecos, como cotizas deshilachadas.
A pesar de que allí no era costumbre tomar muy en serio las visiones de Pajarote, a un mismo tiempo dejaron de oírse las maracas que sacudía María Nieves, y se enderezaron en sus chinchorros Antonio y Venancio. Sólo Carmelito permaneció indiferente.
Pero algo más que simple curiosidad revelaba la expresión de Antonio. Hacía muchos años que no se aparecía «el Cotizudo», tantos cuantos eran los de la adversidad que se había ensañado con los Luzardos, de modo que entre los habitantes actuales del hato sólo su padre –el viejo Melesio– recordaba haber oído hablar, allá en su infancia, de las frecuentes apariciones del familiar al propio don José de los Santos, que fue el último de los Luzardos que disfrutó de prosperidad. De atenerse a la leyenda, y si Pajarote no mentía, la aparición anunciaba la– vuelta de los buenos tiempos con la llegada de Santos.
–Echa el cacho, Pajarote, a ver si te lo podemos creer. ¿Cómo fue la cosa?
–A la tardecita, cuando venía recogiendo los mautes, caté de ver por el boquerón de La Carama, allá en Médano El Tigre, un toro araguato echándose tierra en medio de un espejismo de agua. Era como oro molido el polvero que levantaba, y no podía ser otro sino «el Cotizudo», porque al leco que le pegué desapareció como si se lo hubiera tragado la sabana.
Venancio y María Nieves cambiaron miradas, con las cuales cada uno exploraba la credulidad del otro, y Antonio se quedó pensativo:
–Nada le falta al cuento: entre dos luces, echándose tierra en medio de un espejismo de aguas. Así es como dice el viejo que y que siempre se aparecía el familiar... Pero este Pajarote no cobra por decir mentiras... Sin embargo, ¡quién quita!... Además, las cosas son verdad de dos maneras: cuando de veras lo son y cuando a uno le conviene creerlas o aparentar que las cree. Eso de que se haya aparecido «el Cotizudo» viene como mandado a hacer para que esta gente coja confianza en Santos, sobre todo Carmelito, que es de los hombres más necesarios aquí, contimás ahora que doña Bárbara se va a abrir en pelea, según lo da a entender la sonsacada de los peones balbineros.
Y ya iba a poner por obra lo que se le había ocurrido para aprovechar el cuento de Pajarote, cuando María Nieves, incorporándose en su chinchorro, le quitó la palabra:
–Diga, vale Pajarote: ¿eso lo vio usted, o se lo han contado?
–Con estos ojos que se han de comer los zamuros –prorrumpió el interpelado, con su hablar a gritos–. Porque lo que es a mí no me entra el gusano ni después de muerto, ni tampoco soy de los que se van a pudrir, como Dios manda, quietecitos dentro del hoyo, según me lo tiene anunciado don Balbino, que ahora también se las está echando de brujo, por no quedarse atrás de la mujer, y asegura que voy a morir de mala muerte, en un paso de mata, y todo porque sabe que le estoy llevando la cuenta de lo que manotea, en una tarja que ya está cuajadita de rayas.
–¡Ya se le entabaron los bichos! –exclamó Venancio, por decir que a Pajarote se le alborotaban y se le iban las ideas en cuanto comenzaba a hablar, así como barajusta y se disgrega el rebaño cuando la acosa el tábano–. No era de don Balbino que ibas a hablar.
–Déjalo quieto –intervino María Nieves–. Es que está corcoveando a ver si se quita la marota.
Aludía, a su vez, con esta frase llanera de sentido figurado, al apuro en que había puesto a Pajarote al pedirle testimonio personal, pues todo lo que éste había contado respecto al familiar no era sino versión desfigurada de algo que él le había referido días antes.
–¿De modo que no crees que sea verdad lo que cuenta Pajarote? –interpeló Antonio:
–Voy a decirte. A mí no me coge de sorpresa, porque yo también caté de ver al araguato hace ya algunos días. No entre espejismos de agua ni echándose tierra con las pezuñas, como cuentan los viejos de antes que siempre se aparecía y como ahora dice que lo ha mirado mi vale, que siempre ve más que los demás.
Dijo esto último con las reservas mentales que Pajarote debía entender e hizo una pausa para explorar el efecto que sus palabras le causaron; pero el aludido no se inmutó.
–Siga, pues, vale –le dijo–. Acabe de echar para afuera el cacho. Cuéntenos cómo fue que vio al familiar. Aunque ahora nadie querrá quedarse sin haberlo visto, porque en el mundo todo pasa como en los viajes, que detrás de un puntero van una porción de culateros.
–Puntero o culatero, yo como lo vi fue ansina: parado en la loma del médano.
Y se quedó mirándolo, para que entendiera lo que no quería agregar:
–Ansina fue como te lo conté. Tú has agregado lo del espejismo y el polvoreo para colearme la parada; pero yo te la gano de mano.
Luego, prosiguiendo su explicación:
–Un bigarro araguato, bonito y bien plantado. Estuvo venteando para acá un rato largo, y luego se volteó para los lados de El Miedo, echó un pitido que debieron oírlo en las casas de allá y desapareció de repente, como si se lo hubiera tragado el médano.


Pajarote sonrió. Todo era, en efecto, invención suya, a base de lo que le refiriera María Nieves, y encaminada a producir en el ánimo de sus compañeros la confianza en que, con la llegada del amo, vendrían buenos tiempos para Altamira, pues Luzardo le había caído en gracia, quizás precisamente por haberle producido a los otros –y a él no podía escapársele– la impresión opuesta.
–Del médano a donde yo lo vi no hay mucho trecho. Nada tiene de particular que «el Cotizudo» se haiga aparecido una vez sobre la loma y otra dentro del agua del encanto. Todo eso es su paradero.
A tiempo que Antonio, ya más interesado:
–¿Por qué no habías contado eso, María Nieves?
–Porque como así no es el modo de aparecerse el familiar de acá, creí que fuera un toro araguato cualquiera.
–Pero eso de ventear para Altamira y después echar un pitido para los lados de El Miedo, ha debido llamarte la atención, a ti que sabes las cosas –insistió Antonio.
–No te creas que no caté de pensarlo, pero... Pajarote le quitó la palabra:
–Pero es que hay personas que entre pensar y hacer le salen canas.
–¡Arrea, catire, María Nieves! –exclamó Venancio–. Mira que ya el zambo te viene pisando los corvejones.
–De alguna manera tenía yo que desquitarme de la punta tapada que me zumbó enantes mi vale –concluyó Pajarote.
Amigos dispuestos en todo momento a dar la vida el uno por el otro, Pajarote y María Nieves no podían cruzar dos palabras sin trabarse en una esgrima de sátiras y malicias que divertía a los circunstantes. Ya Venancio había comenzado a azuzarlos, como era costumbre; pero Antonio tenía aquella noche un interés especial en que no se desviara la conversación, y volvió a preguntar:
–¿Cuánto tiempo hace de eso, María Nieves?
–¿De eso...? ya te lo voy a decir... Eso fue el lunes de la semana pasada.
–¡Aguárdate ahí! –exclamó Antonio–. Eso fue, precisamente, el día de la llegada del doctor a San Fernando.
–¡Anda viendo, pues! –exclamó Pajarote.
Y Venancio, saltando del chinchorro:
–Pues yo también voy a echar mi cacho.
–¿No lo dije? Ahora todos han mirado.
–No es ahora que lo digo. Hace tiempo que vengo con mi tema de que por aquí están sucediendo cosas raras.
–Es verdad –apoyó María Nieves.
–Contá, pues. ¿Qué has mirado?
–La verdad sea dicha, no he visto nada; pero sí he venteado. Aquello, por ejemplo, que todos vimos en la última vaquería.
–¿El cabildeo del ganado?
–¡Eso! A ninguno de los que estábamos velando allí nos pareció que aquello pudiera ser natural. ¡Ese animalaje arremolinado, llorando y forzando por barajustarse toda la noche! A mí nadie me quita de la cabeza que allí había algo dándole vuelta al paradero. Más les digo: yo escuché las pisadas y miré cómo la hierba se apretaba contra la tierra, sin que hubiera nadie a la vista caminando por allí. ¿Y aquello de que no hubiera forma de parar un rodeo de proporción? Miraba uno la sabana negrita de hacienda, y en cuanto se le metían los caballos, se regaba como fruta de maraca.
–Eso es verdad –apoyó María Nieves–. No quedaban sino unas paraparas.
Pero Pajarote quería decirlo todo él solo, y alzando todavía más la voz destemplada, de sabanero acostumbrado a hacerse oír a distancia, volvió a coger la palabra:
–¿Se acuerda, Carmelito, de la mañana aquella en que partimos usted y yo, en junto con unos cuantos vaqueros de El Miedo, a cortar aquel ojeo que se nos abrió en la sabana de La Culata? Allí no fue posible que los fustaneros enlazaran un orejano, con todo y ser muy buenas sogas. Se desvestían los lazos mejor puestos, les boleaban los caballos más vaqueros, les hacían de cuanto Dios crió para burlarse del diablo. Con nosotros, entre los de allá, iba el viejo don Torres, que es una de las mejores sogas del Arauca, y en el reparto que en la carrera nos hicimos, le tocó un bigarro, araguato por más señas. Iba el viejo corriendo pareado entre la costa de monte y el toro, y ya le tremolaba el lazo, cuando de repente el bigarro se le paró y se lo quedó mirando. Y óigame esto, compañero Antonio. Usted sabe que el viejo don Torres es llanero bragado y hombre de hazañas con la cimarronera de El Caribe, que es de las más bravas de Apure. Pues aquella mañana lo vide ponerse jipato, ¡él que es tan coloreado! No se atrevió a largar la soga, ahí mismito recogió su gente, y lo escuché decir:
–«Con las ganas que tenía de enguaralarlo, no me fijé en que era el propio “Cotizudo” de Altamira. Lo que soy yo no abro más un lazo en esta sabana.»
A todas éstas, Carmelito permanecía encerrado en su mutismo, y Antonio se decidió a sondearlo, preguntándole:
–¿Qué decís tú a eso, Carmelito? ¿Es verdad lo que cuenta Pajarote?
Pero él se limitó a responder evasivamente:
–Yo estaba lejos, ¿sabes? O fijándome en otra cosa.
–Todavía el hombre está encuevado –murmuró Antonio.
A tiempo que Pajarote decía:
–Permita Dios que no pueda decir más embustes si no es como lo he contado. Y lo del «Cotizudo» no me lo crean a mí, si no quieren; pero también mi vale María Nieves lo ha visto, y él tiene fama de no decir mentiras. Y eso de que esté apareciendo otra vuelta el familiar significa que ya se le van acabar los poderes a la bruja y que ahora nos toca a nosotros los altamireños echar suertes. De modo y manera que diga topo, vale Carmelito, porque si no, no le pagan la parada.
Carmelito cambió la posición en el chinchorro y replicó, ásperamente:
–¿Hasta cuándo irán a estar ustedes con eso de los poderes de doña Bárbara? Lo que pasa es que esa mujer es de pelo en pecho, como tienen que serlo todos los que pretenden hacerse respetar en esta tierra.
–¡Vaya! Ya el enfermo empieza a botar para afuera los malos humores –se dijo Antonio.
Y Pajarote, intencionadamente:
–En eso del pelo en pecho tiene usted mucha razón, Carmelito; pero, óigame lo que le voy a decir: no sólo los que andan enseñándolo son los que lo tienen, porque a muchos puede ser que les convenga tapárselo, y para eso están los trapos. Ahora, que doña Bárbara es faculta en brujerías, eso nadie lo puede negar. Y si quiere convencerse, óigame también esto, que conforme me lo echaron, ansina se lo voy a echar.
Escupió por el colmillo y prosiguió:
–Hace cosa de unos siete días, de madrugadita, cuando ya unos cuantos miedeños se preparaban para salir a parar un rodeo en las sabanas de Corozal, que usted sabe que son de las más cazadoras que hay por todo esto, se asomó doña Bárbara a la ventana de su cuarto, también en paños menores, y les dijo: «No pierdan su tiempo, porque hoy no se cojera ni un maute.» A pesar de eso, como ya estaban a caballo, los peones salieron. Y resultó como ella lo había dicho: ni un maute pudieron arrear por delante. No había ni una res en aquellos comederos, que siempre están cuajaditos de hacienda.
Hizo una breve pausa y continuó:
–Pero eso no es nada todavía. Ahora viene lo mejor. Días después, cosa de trasanteayer, cuando apenas comenzaban a menudear los gallos, dispertó a los peones diciéndoles: «Ensillen ligero y salgan ahora mismo. En las sabanas de Lagartijera está una rochela de cimarrones. Son setenta y cinco reses, y todas van a caer suavecitas.» Y como lo dijo, asina sucedió. Explíqueme eso, Carmelito. ¿Cómo ha podido esa mujer contar desde su casa los cimarrones que estaban en Lagartijera? Son dos leguas largas.
Carmelito no se dignó responder, y María Nieves intervino para que no quedara desairado el amigo.
–Que esta mujer aprendió entre los indios cosas que pueden más que los hombres, ¿para qué negarlo si ella misma no lo oculta? Yo sé, por ejemplo, que una vez una persona amiga suya le dijo que se avispara con el querido que la estaba robando, y ella le respondió: «Ni ese hombre ni nadie saca de aquí una res sin que yo lo permita. Puede amadrinar todo el ganado que quiera y arrearlo por delante, pero del lindero del hato no le pasa. Se le barajusta y se le revuelve para sus comederos porque yo tengo quien me ayude.»
–Ya lo creo que si tiene quien la ayuda: el mismo Mandinga, «El Socio», como le dice ella. ¿Para qué son, pues, esas conversaciones que tiene todas las noches con él en esa pieza donde no le permite la entrada a nadie? –intervino Venancio.
Y hubiera sido cuento de nunca acabar el de las brujerías de doña Bárbara, si Pajarote no hubiese desviado la charla diciendo:
–Pero ya todo eso se va a acabar. El pitido del araguato que escuchó mi vale María Nieves es el aviso de que ya se le ha llegado su hora. Por lo tanto, aquí hemos ganado mucho con que, por la venida del doctor, se le haya acabado el negocio al ladronazo de don Balbino. ¡Ah, hombre bien lambido para manotear lo ajeno! Con decir que ha robado hasta al Ánima de Ajirelito, ya está todo dicho.
A lo que acudió María Nieves, en el tono habitual de sus «contrapunteos»:
–Por eso no, vale, porque yo sé de otro que también ha metido su mano en la fortuna del Ánima Santa.
El Ánima de Ajirelito –muchas otras hay en todo el Llano– era la devoción más popular entre los moradores del cajón del Arauca, quienes nunca se ponían en camino sin encomendársele, ni pasaban cerca de la mata de Ajirelito sin llegarse hasta allá a encenderle una vela o dejarle una limosna. Al efecto había al pie de uno de los árboles de la mata un techadillo de palma, bajo el cual ardían las velas votivas, y estaba una totuma donde los caminantes depositaban las limosnas, que de cuando en cuando iba a recoger el cura del pueblo inmediato para las misas que se le dedicaban mensualmente al ánima. Nadie custodiaba este dinero, y decíase que no era raro ver entre él onzas y morocotas, pago de promesas hechas en graves trances. En cuanto a la leyenda, nada de fantástico tenía: un caminante que fue encontrado muerto al pie de aquel árbol; otro a quien un día, en un mal paso, se le ocurrió decir: «Ánima de Ajirelito, sácame con bien.» Y como saliera bien librado del peligro, al pasar por Ajirelito, se apeó del caballo, construyó aquel techadillo y encendió la primera vela. Lo demás lo hizo el tiempo.
Como oyese la intencionada alusión de María Nieves, Pajarote replicó:
–No me zumbe en lo oscuro, vale. Ese que metió su mano en la totuma del Ánima fui yo. Pero como los demás que están presentes no conocen la historia, se la voy a echar, para que no crean en los cuentos de los lenguas largas. Fue que yo estaba limpio y con ganas de tener plata, que son dos cosas que casi siempre andan juntas, y al pasar por Ajirelito se me ocurrió la manera de conseguirme los centavos que me estaban haciendo falta. Me acerqué al palo, me bajé del caballo, nombré las Tres Divinas Personas y saludé al muerto: «¿Qué hay, socio? ¿Cómo estamos de fondos?» El Ánima no me respondió, pero la totuma me les dijo a los ojos: «Aquí tengo unos cuatro fuertes entre estos centavos.» Y yo, rascándome la cabeza, porque la idea me estaba haciendo cosquillas: «Oiga, socio. Vamos a tirar una paradita con esos fuertes. Se me ha metido entre ceja y ceja que vamos a desbancar el monte-y-dado en el primer pueblo que encuentre en mi camino. Vamos a medias: usted pone la plata y yo la malicia.» Y el Ánima me respondió, como hablan ellas, sin que se les escuche: «¡Cómo no, Pajarote! Coge lo que quieras. ¿Hasta cuándo lo vas a estar pensando? Si se pierden los fuertes, de todos modos se iban a perder entre las manos del cura.» Pues, bien: cogí mi plata, y en llegando a Achaguas, me fui a la casa de juego y tiré la paradita, fuerte a fuerte.


–¿Y desbancaste? –preguntó Antonio.
–Tanto como usted que no estaba por todo aquello. Me los rasparon seguiditos, porque esos demonios de las casas de juego ni a las ánimas respetan. Me fui a dormir silbando iguanas, y de regreso por Ajirelito, le dije al muerto: «Ya usted sabrá que no se nos dio la parada, socio. Otro día será. Aquí le traigo este regalito.» Y le encendí una vela –¡de a locha!– que era toda la luz que, cuando más iban a dar aquellos cuatro fuertes, si hubieran caído en manos del cura.
Largas risotadas celebraron la bellaquería de Pajarote. Luego se comentaron los milagros recientes del Ánima y, finalmente, cada cual volvió a meterse en su chinchorro.
Reina el silencio en el caney. La noche ha avanzado bastante, y la luna ahonda las lejanías de las sabanas. En las ramas del totumo el gallo sueña con gavilanes, y su voz de alarma despierta y alborota el gallinero. Los perros, que duermen echados en el patio, levantan las cabezas, enderezan las orejas; pero como sólo oyen el vuelo de las lechuzas y de los murciélagos en torno al higuerón, vuelven a meter los hocicos entre las patas. Muge una res en la majada. Distante, se oye el bramido de un toro que tal vez ha venteado el tigre.
Pajarote, que ya estaba cogiendo el sueño, exclama:
–¡Toro viejo! Falto de caballo y de soga. ¡De hombre no, porque yo estoy aquí!
Uno ríe y otro se pregunta:
–¿Será «el Cotizudo»?
–Falta que estaba haciendo –respondió Antonio.
Después no habló más.


VI. EL RECUERDO DE ASDRÚBAL


Aquella misma noche, en El Miedo.
Cerca de la obscurecida llegó el Brujeador. Dijéronle que doña Bárbara acababa de sentarse a la mesa; pero como tenía cuentas que rendirle y noticias que comunicarle y, además, estaba deseoso de tumbarse a descansar, no quiso esperar a que ella concluyese de comer y se dirigió a la casa, todavía con su cobija al brazo.
Mas, ya al entrar, se arrepintió de su prisa. Doña Bárbara comía acompañada de Balbino Paiba, persona con quien no simpatizaba. Trató de revolverse, a tiempo que ella le decía:
–Entre, Melquíades.
–Yo vuelvo más tarde. Siga comiendo tranquila.
Y Balbino, con sorna, y a la vez que se enjugaba a manotadas los gruesos bigotes impregnados del caldo grasiento de las sopas:
–Entre, Melquíades. No tenga miedo, que aquí no hay perros.
El Brujeador le arrojó una mirada muy poco amistosa y replicó, mordaz:
–¿Está seguro, don Balbino?
Pero Balbino no entendió la reticencia, y el otro continuó, dirigiéndose a doña Bárbara:
–Vine solamente a darle cuenta de que las bestias llegaron bien a San Francisco, y a entregarle lo suyo.
Dejó la cobija sobre una silla, se corrió hacia adelante el bolsillo de la faja y sacó varias monedas de oro que luego puso apiladas en la mesa diciendo:
–Cuente a ver si está completo.
Balbino las miró de soslayo, y aludiendo a la costumbre de doña Bárbara de enterrar todo el oro que le caía en las manos, exclamó:
–¿Morocotas? ¡Ojos que te vieron!
Y siguió masticando el trozo de carne que le llenaba la boca; pero sin apartar de las monedas la codiciosa mirada.
A la brusca contracción del ceño, las cejas de doña Bárbara se juntaron y se separaron en seguida, con el rápido movimiento del aletazo del gavilán. No acostumbraba tolerarle chanzas al amante en presencia de terceros, como tampoco le consentía ternezas ni nada que pudiese ponerla en condiciones de inferioridad, y no procedía así por espíritu de disimulo, porque en esto, como en todo lo demás, su despreocupación era absoluta, sino por la naturaleza misma de los sentimientos que le inspiraba aquel hombre.
Balbino Paiba no lo ignoraba; pero como era torpe y jactancioso, –no desperdiciaba ocasión de aparentar que tenía un ascendiente absoluto sobre ella, aunque por cada uno de sus alardes ya se hubiera llevado un chasco. La chanza que acababa de permitirse era de las que menos solía tolerar la avara doña Bárbara y se la cobró en seguida:
–Debe de estar completo –dijo, guardándose el dinero sin contarlo–. Usted nunca se equivoca, Melquíades. No tiene esa mala costumbre.
Balbino se manoteó los bigotes, no para limpiárselos sino como maquinalmente hacía cuando algo lo contrariaba. A él nunca le había dado una muestra de confianza semejante; por el contrario, siempre contaba minuciosamente el dinero que él debiera entregarle, y si algo faltaba –cosa que ocurría con alguna frecuencia–, se quedaba mirándolo sin decir palabra, hasta que él, fingiendo caer en cuenta de su descuido, completaba la cantidad con lo que se había dejado en el bolsillo. Además, claro estaba que aquello de la mala costumbre se refería a él. A pesar de los excelentes servicios que le había prestado en su calidad de mayordomo de Altamira, aún no había logrado captarse su confianza. En cuanto a su condición de amante, ni siquiera podía cuntar con la precaria garantía de un capricho; era un empleado a sueldo: el que le pagaba Luzardo por la mayordomía de Altamira.
–Bueno, Melquíades –prosiguió doña Bárbara–. ¿Qué más me cuentas? ¿Por qué mandaste adelante al peón?
–¿No le contó él? –interrogó, a su vez, tratando de evadir la explicación en presencia de Balbino, ante el cual siempre era sumamente parco en palabras.
–Sí. Me dijo algo; pero quiero que me refieras los detalles.
Estas palabras, así como las que antes le había dirigido, las pronunció sin mirarlo a la cara, atenta al plato que se servía. Recíprocamente, Melquíades también le hablaba sin verla. Brujos ambos, habían aprendido de los «dañeros» indios a no mirarse nunca a los ojos.
–Pues en San Fernando escuché decir que había llegado el doctor Santos Luzardo a meterle a usted de atrás palante todos esos pleitos que usted le ha ganado. Me dio curiosidad de conocer al hombre, y por fin logré que me lo mostraran. Pero luego lo perdí de vista, hasta que, ayer tarde, yo que estoy ensillando para seguir con la fresca de la noche y amanecer aquí con el día, cuando oigo que llega un viajero diciendo que se le ha atarrillado la bestia, y contratando un bongo, que estaba allí cogiendo una carga de cueros de chigüire, para que lo trajera hasta el paso del Algarrobo. Ése es mi hombre, me dije, y desensillé otra vuelta, me calé la cobija, y fui a acurrucarme en el caney donde le iban a servir la comida a escuchar lo que conversara.
–Y oíste muchas cosas, seguramente. Ya me las imagino.
–Pues para que vea: nada que valiera la pena de estar sudando calenturas ajenas, como dice el dicho. Pero, oyendo al doctorcito, que da gusto oírlo cuando se le afloja la lengua, porque conversa muy sabroso, pensé: Hombre que le gusta escucharse, no puede estar callado mucho tiempo. La cuestión es tener paciencia y la oreja parada. Y anoche mismo le dije al peón: Llévate mi caballo arrabiatado, que yo voy a ver si quepo en el bongo.
Y refirió luego la escena del palodeagua, durante la siesta, pintando a Santos Luzardo como a hombre arriesgado y peligroso.
Era el espaldero de doña Bárbara uno de esos sujetos tortuosos y agazapados que siempre necesitan manifestar todo lo contrario de lo que sienten. Sus ademanes blanduzcos, sus palabras calmosas y su costumbre de mostrarse siempre muy admirado de la hombría de los demás, envolvían una maldad buida y fría que traspasaba los límites de lo atroz.
–No se agache tanto, zambo –díjole Balbino, al oírlo ponderar las condiciones varoniles del dueño de Altamira–. Ya sabemos que usté no es hombre para achicársele a patiquines. 

–Pues, mire, don Balbino. Voy a decirle. No es que me agacho, ¿sabe? Es que el hombre es talludito y, además, se empina cuando hace falta.
–Si es así, mañana lo rebajaremos un poco, para emparejarlo –concluyó Paiba, quien, por el contrario, no acostumbraba concederle nada al enemigo.
El Brujeador sonrió, y luego, sentencioso:
–Acuérdese, don Balbino, de que siempre es mejor recoger que devolver.
–No tenga cuidado, Melquíades. Yo sabré recoger mañana lo que sembré hoy.
Aludía al plan urdido para imponérsele a Luzardo: sonsacarle los peones, ausentarse de Altamira aquella noche, caer al día siguiente por allá, y, con un pretexto cualquiera, provocar un altercado con el primer peón que encontrase y despedirlo del trabajo, todo sin hacer caso de la presencia de Luzardo.
Mas, como al tener una idea en la cabeza ya no podía estar tranquilo si no la divulgaba, y, además, necesitaba demostrarle a Melquíades que él sí se atrevía con Santos Luzardo, no se contentó con la vaga alusión a sus planes y, tragando de prisa el bocado, comenzó a exponerlos:
–Mañana muy temprano va a saber el doctor Luzardo qué clase de hombre es su mayordomo Balbino Paiba.
Pero se interrumpió para observar lo que entretanto hacía doña Bárbara.
Acababa de servirse un vaso de agua y se lo llevaba a los labios, cuando, haciendo un gesto de sorpresa, echó atrás la cara y se quedó luego mirando fijamente el contenido del envase suspendido a la altura de sus ojos. En seguida la expresión de extrañeza fue reemplazada por otra de asombro.
–¿Qué pasa? –interrogó Balbino.
–Nada. El doctor Luzardo que ha querido dejarse ver –respondió, mirando siempre el agua del vaso.
Balbino hizo un movimiento de recelo. Melquíades dio un paso hacia la mesa, y apoyando en ésta la diestra, se inclinó a mirar también el embrujado envase, y ella prosiguió, visionaria:
–¡Simpático el catire! ¡Qué colorada tiene la cara! Se conoce que no está acostumbrado a los soles llaneros. ¡Y viste bien!
El Brujeador se retiró de la mesa con estas frases mentales:
–«Perro no come perro. Que te crea Balbino. Todo eso te lo dijo el peón.»
Era, en efecto, una de las innumerables trácalas de que solía valerse doña Bárbara para administrar su fama de bruja y el temor que con ello inspiraba a los demás. Algo de esto sospechaba Balbino, pero, sin embargo, la cosa lo impresionó:
–¡Tres Divinas Personas! –invocó entre dientes, agregando en seguida–: ¡Por sí acaso!
Entretanto, doña Bárbara había depositado el vaso sobre la mesa, sin llevárselo a los labios, asaltada por un recuerdo repentino que le ensombreció la faz:
«Era a bordo de una piragua... Lejos, en el profundo silencio, se oía el bronco mugido de los raudales de Atures... De pronto cantó el yacabó...»
Transcurrieron unos instantes.
–¿No vas a terminar de comer? –inquirió Balbino. Y la pregunta se quedó sin respuesta.
–Si no tiene nada más que mandarme –dijo Melquíades al cabo de un rato.
Recogió su cobija, se la echó al hombro y esperó otro rato para agregar:
–Bueno. Con su permiso, yo me retiro. Que la pase usted bien.
Balbino siguió comiendo solo. Luego retiró dé pronto el plato, se manoteó los bigotes y abandonó la mesa.
Comenzó a parpadear la lámpara. Se apagó por fin. Doña Bárbara estaba todavía junto a la mesa, y su pensamiento, inmóvil, torvo, sombrío, en aquel momento atroz de su pasado.
«...Lejos, en el profundo silencio, se oía el bronco mugido de los raudales de Atures... De pronto cantó el yacabó...»

V. LA LANZA EN EL MURO


Del que seguían las bestias, sendero abierto por las pezuñas del ganado, se levantaban con silencioso vuelo las lechuzas y aguaitacaminos, encandilados todavía por la claridad diurna, y al paso de la cabalgata lanzaban sus ásperos gritos de alerta los alcaravanes que duermen al raso de la sabana.
Parejas de venados huían por todas partes, hasta perderse de vista. Distante, en la contraluz de un crepúsculo de colores calientes y suntuosos, se destacaba la silueta de un jinete que iba arreando un rebaño. Reses señeras se engreían, aquí y allá, amenazantes, o se disparaban ariscas, a la vista del hombre, al aire las pencas; otras, mansas, se encaminaban, paso a paso y por distintos rumbos, hacia el punto del horizonte donde ya se elevaban las blancas humaredas de la boñiga seca que era costumbre quemar en las inmediaciones del hato, al aproximarse la noche para que el ganado disperso por la sabana buscase los corrales. Lejos se levantaba la polvareda de una «rochela» de caballos salvajes. Un bando de garzas se alejaba hacia el Sur, una tras otra en la armoniosa serenidad del vuelo.
Pero era un cuadro de desolación dentro del grandioso marco de la llanura. Ya le habían dicho a Santos Luzardo que en Altamira no quedaban sino unas «paraparas» y, en efecto, toda aquella hacienda que se movía entre el inmenso paño de sabana, sería apenas un centenar entre bestias y reses, cuando, antes, hasta los tiempos de José Luzardo, eran yeguadas y rebaños numerosos.
–¡Se acabó esto! –exclamó Santos–. ¿A qué he venido si aquí no hay nada que salvar?
–Hágase cargo –dijo Antonio–, Por un lado, doña Bárbara y por el otro una runfla de mayordomos, a cual más ladrones, haciendo de las suyas con el ganado de acá. Y como si fuera poco, los cuatreros del Cunaviche metiéndose en Altamira, como río en conuco, cada vez que les da la gana; los revolucionarios por un lado, y por el otro las comisiones del Gobierno que vienen a buscar caballos, y de aquí es de donde se los llevan, porque doña Bárbara, para que no le quiten los suyos, las endilga para acá.
–El desastre –concluyó Santos–. ¡Y yo en Caracas tan tranquilo!
–Pero todavía queda, doctor. Puras cimarroneras, y a Dios gracias, porque si no, a estas horas también le habrían manoteado esas reses. En Altamira, afortunadamente, desde el 90 para acá, con la soltada de las queseras, todo el ganado se estaba alzando. Las cimarroneras, que de por sí son una ruina, han sido aquí una salvación, porque, como dan tanta brega, los mayordomos, conchabados con los vecinos, se han contentado con cogerse el ganado manso. Una de estas noches lo voy a llevar al mastrantal de Mata Luzardera para que se dé una idea de la plata que todavía tiene que defender. Pero si se hubiera dilatado en venir unos días más, ni eso habría encontrado, pues ya el don Balbino tenía dispuesto empezar a darles choques a las cimarroneras para repartírselas con doña Bárbara. Por algo se ha enredado ella con él.
–¡Cómo! ¿De modo que Paiba es el amante de turno de doña Bárbara?
–Pero ¿usted no lo sabía, doctor? ¡Ah, caramba! Si por eso es que está él aquí. A lo menos, la misma doña Bárbara dice que fue ella quien hizo poner a Balbino en Altamira.
Y fue entonces cuando Santos vino a darse cuenta de la traición del apoderado que le recomendara a Paiba, encima de haber dejado perderse la causa que él le confiara.
Una leve sonrisa, que sólo la mirada zahorí de Antonio podía percibir, cruzó por el rostro de Carmelito, y ya aquél se arrepentía de las palabras con que había puesto en evidencia la desairada situación de Luzardo, cuando descubrió también en éste, por el fiero gesto, el encabritamiento de la hombría que Carmelito –claro estaba para él– no le reconocía, y de la cual él mismo había llegado a dudar por un momento hacía poco.

–Tenemos hombre –se dijo para sus adentros, complacido en el hallazgo–. La raza de los Luzardos no se ha acabado todavía.
Guardó respetuoso silencio el peón leal; Carmelito continuó hermético, y por largo rato sólo se escucharon las pisadas de los caballos. Luego, allá lejos, por donde iba, negra en la contraluz del crepúsculo, la silueta del jinete en pos del rebaño, un cantar de notas largas, tendido en la muda inmensidad.
Ya la emoción apaciguante del paisaje natal volvió a apoderarse del ánimo de Santos. Dejó vagar la vista, desarrugando el ceño, por la ancha tierra, y fueron acudiendo a sus labios los nombres familiares de los sitios que recorría a la distancia:
–Mata Oscura, Uveral, Corozalito. El palmar de La Chusmita.
Cosa de un instante nada más, al pronunciar el nombre del lugar aciago, causa de la discordia que destruyó a su familia, sintió que surgían intempestivamente del fondo de su ser torvos sentimientos que le obscurecían la recuperada serenidad del ánimo. ¿Acaso el odio de los Luzardos por los Barqueros, la pasión de la cual se creía exento?
Y a tiempo que se le hacía la interrogación, reveladora de conciencia alerta, oyó que Antonio, fiel también al rencor de «la familia» como, por antonomasia, decían los Sandovales, murmuraba:
–¡El maldito palmar! Sí, señor. Allá está purgando en vida su crimen el que azuzó al hijo contra el padre.
Referíase a Lorenzo Barquero, instigador de Félix Luzardo la tarde de la monstruosa tragedia de la gallera, y parecía verdaderamente suyo el rencor que le vibraba en la voz.
En cambio, tras una breve pausa, Santos se complació en comprobar que sólo un interés compasivo lo movía ya a hacer esta pregunta:
–¿Vive todavía el pobre Lorenzo?
–Si se puede llamar vida el resuello, que es lo que le queda. El «espectro de La Barquereña», lo mentan por aquí. Es una piltrafa de hombre. Dicen que fue doña Bárbara quien lo puso así; pero para mí que fue castigo de Dios, porque comenzó a secarse en vida desde la hora y punto en que el difunto don José lo clavó en el bahareque.
Aunque Santos no comprendió todo lo que quería decir Antonio con la frase final, le repugnó que mezclara a su padre en aquel asunto y cambió el tema haciendo una pregunta relativa al ganado que pacía por allí.
Se ocultó por fin el sol, pero quedó largo rato suspendido sobre el horizonte el lento crepúsculo llanero en una faja de arreboles sombríos, cortados por la línea neta del disco de la llanura, mientras en el confín opuesto, al fondo de una transparente lontananza de tierras mudas, comenzaba a levantarse la luna llena. Se fue haciendo más y más brillante el fulgor espectral que plateaba los pajonales y flotaba como un velo en las hondas lejanías, y ya era entrada la noche cuando llegaron a las fundaciones del hato.
Una casa grande, de bahareque y tejas, torcidas las paredes, despatarradas las techumbres, de cinc las de los corredores que la rodeaban, con un palenque por delante para defenderla del ganado y algunos árboles por detrás, en lo que se denomina el patio, no muy altos, pues el llanero no los consiente cerca de sus viviendas por temor al rayo; al fondo la cocina y unas piezas destinadas a almacenar las yucas, topochos y fríjoles que producían los conucos para el consumo del personal; a la derecha, el caney sillero y los que servían de dormitorios de la peonada, y entre éstos y aquél, la tasajera, donde se secaba al aire y al sol, pasto de las moscas, la carne salada; a la izquierda, las trojes donde se depositaba el maíz en mazorcas, el totumo y el merecute del gallinero, los botalones de tallar sogas, las majadas, medias majadas y corralejas, y, finalmente, el chiquero de los marranos, esto era el hato de Altamira, tal como lo fundara el cunavichero don Evaristo en años ya remotos, excepto las tejas y el cinc de los techos de la casa de familia, mejoras introducidas por el padre de Santos. Una fundación primitiva, asiento de una industria rudimentaria y abrigo de una existencia semibárbara en medio del desierto.


Dos mujeres que se asomaron a la puerta de la cocina a fisgonear cómo era el amo y tres peones que acudieron a recibirlo era toda la gente que había allí.
Antonio los fue presentando por sus nombres, oficios y condiciones. A uno, de color cetrino y tres o cuatro pelos lacios por bigotes, con estas palabras:
–Venancio, el amansador. Hijo de Ño Venancio, el quesero. ¿Se acuerda usted de Ño Venancio?
–¡Cómo no voy a acordarme! –respondió Santos–. Gente de la casa, desde tiempo inmemorial.
–Pues no tengo nada que decirle –manifestó el presentado; pero Santos volvió a ver en aquel rostro la misma expresión de recelo que ya había descubierto en la de Carmelito.
–El cabestrero María Nieves –prosiguió Antonio, presentando al segundo, un catire retaco–. Llanero marrajo, hasta el nombre, que parece de mujer. Ya usted se irá dando cuenta de la clase de hombre que es. Yo no le presento sino lo bueno.
–Son favores suyos, Antonio –dijo el aludido, y dirigiéndose a Luzardo, agregó–: Aquí me tiene, pues, para lo poco que pueda serle útil.
En cuanto al tercero, un zambo contento, canilludo y desgalichado, que todo se volvía movimientos, no tuvo tiempo de presentarlo Antonio.
–Con su licencia, doctor. Yo me voy a presentar yo mismo, no vaya a ser cosa que mi vale Antonio le dé malas recomendaciones, porque ya le estoy viendo la bellaquería pintada en los ojos. Soy Juan Palacios; pero me llaman Pajarote, y así puede mentarme. No soy de la casa desde tiempo inmemorial, como usted acaba de decir, pero conmigo puede contar para todo lo que se le ofrezca, porque yo no soy sino lo que se me ve por encima. Y con ésta, si no es abuso, le entrego al zambo Pajarote.
Diciendo así, le tendió la mano, y Santos se la estrechó complacido en aquella ruda franqueza, tan llanera también.
–Así se habla, Pajarote –murmuró Antonio, con agradecida lealtad.
–¡Guá, zambo! Las palabras son para decirlas.
Cruzó algunas Santos con sus peones y luego se retiró a la casa, y entonces Antonio hizo estas preguntas, que no le había parecido prudente formular en presencia de aquél:
–¿Por qué está esto tan solo? ¿Qué se han hecho los demás muchachos?
–Se fueron –respondióle Venancio–. Apenas habían partido ustedes para el Paso, ensillaron y cogieron rumbo a El Miedo.
–¿Y don Balbino? ¿No ha estado por aquí?
–No. Pero eso es plan combinado por él. Yo había maliciado ya que estaba sonsacando a los muchachos.
–No se ha perdido gran cosa, pues toda era gente balbinera, bellaca y manguareadora –concluyó Antonio, después de una breve cavilación.
Entretanto, molido el cuerpo por las incomodidades del largo viaje, pero con el espíritu excitado por las emociones de aquella jornada, decisiva en su existencia, Santos Luzardo se había reclinado en el chinchorro que encontró dispuesto para él en una de las habitaciones de la casa y analizaba sus sentimientos.
Eran dos corrientes contrarias: propósitos e impulsos, decisiones y temores.
Por una parte, lo que había sido fruto de reflexiones ante el espectáculo de la llanura: el deseo de consagrarse a la obra patriótica, a la lucha contra el mal imperante, contra la naturaleza y el hombre, a la búsqueda de los remedios eficaces, propósito desinteresado hasta cierto punto, pues lo que menos contaba en él era el ansia de reconquistar la riqueza dedicándose a restaurar el hato.
Pero en aquella decisión hubo también mucho del impulsivo escapado de la disciplina del razonador, al contacto con el medio propicio: la llanura semibárbara, «tierra de los hombres machos», como solía decir su padre, pues bastó que el bonguero ponderase los riesgos que corría quien intentara oponerse a los planes de doña Bárbara para que él desistiese de su propósito de vender el hato.
Finalmente, ¿no fue de aquel mismo contacto con el medio de donde se originó el intempestivo acceso del rencor de familia, ante la visión del palmar de La Chusmita, y no sería esta regresión a la violencia, aunque momentánea, una advertencia que le prevenía contra sí mismo? La vida del Llano, esa fuerza irresistible con que atrae su imponente rudeza, ese exagerado sentimiento de la hombría producido por el simple hecho de ir a caballo a través de la sabana inmensa, pondría en peligro la obra de sus mejores años, consagrados al empeño de sofocar las bárbaras tendencias del hombre de armas tomar, latente en él.
Luego lo prudente era volver al propósito primitivo: vender el hato. Además, era lo que estaba de acuerdo con sus verdaderos planes de vida, puesto que cuanto pensó a bordo del bongo tal vez no fue sino momentánea exaltación. ¿Estaba acaso preparado para la obra que se proponía? ¿Sabía realmente lo que era un hato, cómo había que manejarlo y de qué modo corregir las deficiencias de una industria que había venido pasando a través de varias generaciones sin perder su forma primitiva? Las líneas generales del vasto plan civilizador no podían escapársele; pero los detalles, ¿podría acaso dominarlos? Desplazada de un momento a otro su inteligencia de aquel espacio ideal de las teorías, por donde hasta allí había discurrido, ¿daría algún resultado positivo aplicada a pormenores tan concretos y mezquinos como tenían que ser los de la administración de una finca de aquel género? ¿No estaba ya bastante demostrada su incompetencia por la torpeza con que hasta allí había procedido en todo lo relativo a Altamira?
Tal era la falla de aquel carácter, tan bien templado por lo demás: Santos Luzardo no sentía la presencia de las energías que alentaban en él, se tenía miedo y exageraba la necesidad de la actitud vigilante.
La aparición de Antonio, anunciándole que ya estaba servida la mesa, lo sacó de sus cavilaciones.
–No tengo apetito –respondió.
–El cansancio, que quita las ganas –observó Antonio–. Por esta noche tiene que acomodarse a dormir en esta pieza así como está, pues no tuvimos tiempo sino de barrerla. Mañana se procederá a darle una lechada a las paredes y a asearla un poco más. A menos que usted disponga hacerle una reparación general a la casa, porque, verdaderamente, así como está no puede habitarla.
–Por el momento dejémosla así. Quizá venda el hato. Dentro de un mes pasará por aquí don Encarnación Matute, a quien le he propuesto que me compre Altamira, y si me hace una oferta aceptable, cerraré el negocio inmediatamente.
–¡Ah! ¿Conque piensa usted desprenderse de Altamira?
–Creo que es lo mejor que pueda hacer.
Antonio se quedó pensativo unos instantes, y luego dijo:
–Usted que lo ha resuelto, así le convendrá. –Y entregándole un manojo de llaves–: Aquí tiene las llaves de la casa. Ésta, más mohosa, es la de la sala. Puede que ya ni funcione, porque esa pieza no se ha vuelto a abrir. Ahí todo está como lo dejó el difunto, que en paz descanse.
«Tal como lo dejó el difunto. Desde la hora y punto en que el difunto lo clavó en el bahareque»...
Y la rápida asociación de aquellas dos frases de Antonio fue un instante decisivo en la vida de Santos Luzardo.
Se levantó de la hamaca, cogió la palmatoria donde ardía una vela y le dijo al peón:
–Abre la sala.
Antonio obedeció, y después de batallar un rato contra la resistencia de la cerradura oxidada, abrió la puerta, que estaba cerrada hacia trece años.
Una fétida bocanada de aire confinado hizo retroceder a Santos: una cosa negra y asquerosa que salió de las tinieblas, un murciélago, le apagó la luz de un aletazo.
Volvió a encenderla y penetró en la habitación seguido por Antonio.

En efecto, todo estaba allí como lo dejara don José Luzardo: la mecedora donde murió, la lanza hundida en el muro.
Sin pronunciar una palabra, profundamente conmovido y con la conciencia de que realizaba un acto trascendental, Santos se acercó a la pared y, con un movimiento tan enérgico como el que debió de hacer su padre para clavar la lanza homicida, la retiró del bahareque.
Era como sangre la herrumbre que cubría la hoja de acero. La arrojó lejos de sí, a tiempo que le decía a Antonio:
–Así como he hecho yo con esto, haz tú con ese rencor que hace poco te oí expresar, que no es tuyo, por lo demás. Un Luzardo te le impuso como un deber de lealtad; pero otro Luzardo te releva en este momento de esa monstruosa obligación. Ya es bastante con lo que han hecho los odios en esta tierra.
Y cuando Antonio, impresionado por estas palabras, se retiraba en silencio, agregó:
–Dispón lo necesario para que mañana se proceda a la reparación de la casa. Ya no venderé Altamira.
Volvió a meterse en la hamaca, sereno el espíritu, lleno de confianza en sí mismo.
Y entretanto, afuera, los rumores de la llanura arrullándole el sueño, como en los claros días de la infancia: el rasgueo del cuatro en el caney de los peones, los rebuznos de los burros que venían buscando el calor de las humaredas, los mugidos del ganado en los corrales, el croar de los sapos en las charcas de los contornos, la sinfonía persistente de los grillos sabaneros y aquel silencio hondo, de soledades infinitas, de llano dormido bajo la luna, que era también cosa que se oía más allá de todos aquellos rumores...




IV. UNO SOLO Y MIL CAMINOS DISTINTO


El paso del Algarrobo era la entrada del hato de Altamira. Lo determinaban dos cortes en rampa abiertos en los ribazos que allí encajonaban el cauce del Arauca.
Al son de la guarura que anunciaba la llegada de un bongo, corrieron a asomarse al borde de la barranca derecha unas cuantas muchachas, y bajaron a la playa tres chicos y dos hombres.

En uno de éstos, araucano buen mozo, cara redonda de color aceitunado, Santos Luzardo reconoció a Antonio Sandoval, Antoñito el becerrero en los tiempos de su infancia en el hato, su camarada de expediciones en busca de panales de aricas y nidos de paraulatas.
Saludó descubriéndose respetuosamente; pero cuando Luzardo le echó los brazos, tal como lo hiciera trece años antes para despedirse de él, el peón, emocionado, murmuró:
–¡Santos!
–No has cambiado de fisonomía, Antonio –dijo Luzardo, apoyadas todavía sus manos en los hombros del peón.
Y éste, volviendo al tratamiento respetuoso:
–Usted sí que es otra persona. Tanto, que si no hubiera sido porque sabía que venía en el bongo no lo habría reconocido.
–¿De modo que no te he cogido de sorpresa? ¿Cómo supiste que venía?
–Parece que la noticia la trajo a El Miedo el peón que acompañaba al Brujeador.
–¡Ah! Sí. Eran dos, y uno ha debido de venirse anoche mismo por tierra.
–A mí me dio el pitazo Juan Primita –concluyó Antonio–. Un bobo de allá de El Miedo, que todo lo descubre y es un telégrafo para transmitir novedades. Por cierto, que me he pasado todo el día preocupado por causa de ese empeño del Brujeador de venirse con usted en el bongo. De eso estábamos hablando, cuando sonó la guarura, yo y mi vale Carmelito.
Referíase al compañero, y en seguida lo presentó:
–Arrímese, vale. Carmelito López. Un hombre en quien puede confiarse con los ojos cerrados. Es de los nuevos; pero luzardero también hasta los tuétanos.
–A su mandar –dijo el presentado, lacónicamente, tocándose apenas el ala del sombrero. Un hombre de facciones cuadradas, cejijunto, nada simpático al primer golpe de vista. Uno de esos hombres que están siempre «encuevados» dentro de sí mismos, como dice el llanero, sobre todo en presencia de extraños.
No obstante, y a causa de las recomendaciones de Antonio, a Luzardo le produjo buena impresión; pero al mismo tiempo, se dio cuenta de que no había sido recíproca.
En efecto, era Carmelito uno de los tres o cuatro peones del hato con cuya lealtad podía contar Santos Luzardo en la lucha que se había propuesto emprender contra los enemigos de su propiedad. Había llegado a Altamira hacía poco tiempo, y si aún permanecía allí, a pesar de lo mal avenido que estaba con el mayordomo Balbino Paiba, era por complacer a Antonio, quien, extremando la tradicional fidelidad de los Sandoval hacia los Luzardos, no sólo soportaba al mayordomo traicionero, sino que procuraba retener en Altamira a los pocos peones honrados que por allí quedaran, en la esperanza de que algún día resolviera Santos ir a encargarse del hato. Como Antonio, Carmelito se había alegrado con la noticia de la llegada del amo: Balbino Paiba sería destituido incontinenti y obligado a rendir cuenta de sus latrocinios; se acabarían los abusos de doña Bárbara y todo marcharía en regla.
Pero del concepto que tenía Carmelito de la hombría estaba excluido todo lo que descubrió en Santos Luzardo, apenas éste saltó del bongo: la gallardía, que le pareció petulancia; la tersura del rostro, la delicadeza del cutis, ya sollamado por el resol de unos días de viaje, rasurado el bigote, que es atributo de machos; los modales afables, que le parecieron amanerados; el desusado traje de montar, aquel saco tan entallado, aquellos calzones tal holgados arriba y en las rodillas tan ceñidos, puños estrechos en vez de polainas, y corbata, que era demasiado trapo, para llevar encima por aquellas soledades, donde con los de taparse basta, y sobra trapo.
–¡Hum! –murmuró entre dientes–. ¿Y éste es el hombre de quien tanto esperábamos? Con este patiquincito presumido como que no se va a ninguna parte.

Entretanto, el padre de Antonio, un anciano de piel cuarteada, pero con la cabeza todavía negra, bajaba la rampa que conducía a la playa, rengueando y sonriente.
–¡Viejo Melesio! –exclamó Santos, saliéndole al encuentro–. ¡Sin una cana todavía!
–Indio no las pinta, niño Santos –y después de reír un rato, con una risa silenciosa, apenas mueca, que dejaba ver las encías desdentadas y la negra saliva de la mascada de tabaco–. ¡Conque no se había olvidado de mí el niño Santos! Déjeme que lo mente asina, como desde pequeñito lo he mentado, hasta que me vaya haciendo a llamarlo dotol. Usted sabe que los viejos sernos duros de boca para coger los pasos nuevos.
–Dígame como mejor le parezca, viejo.
–Siempre habrá respeto, ¿verdad, niño? Vengo para que se repose en casa, un saltico aunque sea, antes de seguir para la suya.
A la derecha de la rampa se extendían, blanqueadas por la intemperie, las palizadas de los corrales donde se reunía el ganado que por allí se sacaba, y a la izquierda se agrupaban las construcciones típicas de la vivienda llanera: dos casas de bahareque y palma, que eran las habitaciones de la familia de Melesio, y entre ambas, un caney de gruesa y baja techumbre pajiza, bajo el cual había una mesa larga, rodeada de bancos; otro caney, más allá, alto y espacioso, a cuyos horcones estaban amarradas las bestias de Antonio y Carmelito y la que ellos habían traído del hato para Santos; otro, en fin, separado de las casas, y de cuyas travesañas de macanilla pendían cueros de venados y de chigüires, recién curtidos, pestilentes todavía.
Detrás de este caney se alzaba una hilera de árboles: jobos, dividives y el alto algarrobo que le daba nombre al esguazadero. Lo demás era llanura despejada, la inmensidad de los pastos, en cuyo remoto confín circular y como suspendida en el aire por efecto del espejismo, divisábase la ceja de una arboleda, la «mata» llanera, bosque aislado en medio de las sabanas.
–¡Altamira! –exclamó Santos–. ¡Los años que no te veía!
De las puertas de las casas desaparecieron las muchachas que poco antes se habían asomado al borde del ribazo, y Melesio dijo:
–Son mis nietas. Muchachas cimarronas, como decimos por aquí. En toda la tarde no han hecho sino aguaitar para el río, esperándole a usted, y ahora que llega, se esconden.
–¿Hijas tuyas, Antonio? –preguntó Santos.
–No, señor. Yo todavía ando escotero, a Dios gracias.
–De los otros hijos –explicó Melesio–. De los difuntos, que en paz descansen.
Penetraron bajo el sombroso abrigo del caney pequeño. El piso de tierra había sido barrido con esmero, y los bancos, colocados al hilo de la horconadura, como para las noches de joropo. Además, había un butaque, lujo del rústico mobiliario del llanero, puesto allí para el huésped en sitio de honor.
–Salgan pa juera, muchachas –gritó Melesio–. No sean tan camperusas. Arrímense para que saluden al dotol.
Ocultas detrás de las puertas, y al mismo tiempo deseosas de presentarse, las ocho nietas de Melesio disimulaban su timidez riendo y empujándose unas a otras.
–Salí tú primero, chica.
–¿Guá, y por qué no salís tú?
Por fin aparecieron, en hilera, como si marcharan por una vereda angosta, y con una misma frase, pronunciada con un idéntico tono de voz cantarina, saludaron a Luzardo, tendiéndole unas manos escurridizas.
–¿Cómo está? –¿Cómo está? –¿Cómo está?
A tiempo que el abuelo iba diciendo:

–Ésta es Gervasia, la de Manuelito. Ésta es Francisca, la de Andrés Ramón, Genoveva, Altagracia... Las novillas sandovaleras, como les dicen por aquí. En mautes no tengo sino estos tres zagalotes que le sacaron sus macundos del bongo. La herencia que me dejaron los hijos: once bocas con sus dientes completos.
Pasada la vergüenza del saludo y de la presentación, se fueron sentando en los bancos, una al lado de la otra en el mismo orden en qué habían salido de la casa, sin hallar qué hacer con las manos ni dónde poner los ojos. La mayor, Genoveva, no pasaría de diecisiete años, algunas eran buenas mozas, de tez arrosquetada, ojos negros y brillantes, y todas de carnes macizas y aspecto saludable.
–Tiene usted una familia que da gusto, Melesio –dijo Luzardo–. Fuerte y sana. Se ve que por aquí no reina el paludismo.
El viejo se cambió la mascada de uno a otro carrillo y respondió:
–Voy a decirle, niño Santos. Es verdad que por aquí no es tan enfermizo como por esos otros llanos que usted ha atravesado; pero a nosotros también nos jeringa el paludismo. Yo, que le estoy hablando, once hijos tuve y siete de ellos llegaron a hombres. Usted debe recordarlos. Pues hoy sólo me queda Antonio. Y asina como le hablo yo, le pueden hablar también muchos otros. Lo que sucede es que habernos personas que le damos fiebre a la calentura. En buena hora lo haiga dicho, por todos los que estamos presentes, con el favor de Dios. Pero con los demás hace su juego el paludismo.
Escupió la amarga saliva de la mascada y volviendo a su lenguaje metafórico de hombre criado entre reses, concluyó, con ese fatalismo bromista del pueblo venezolano:
–No tiene sino que mirar come me he quedado con el mautaje solamente. El ganado grande: los hijos y las mujeres de los hijos, me lo arrasó el gusano.
Y volvió a soltar su risa silenciosa.
–Pero ¡cuántos abuelos no lo envidiarían, Melesio, al verlo rodeado de tantas nietas bonitas! –dijo Santos, desechando el tema aflictivo.
–Con sus favores –murmuró Genoveva, mientras las demás cuchicheaban azoradas.
–¡Hum! –hizo Melesio–. No se esté creyendo que eso es una ventaja. Ojalá me hubieran dejado con un hatajo de feas, porque éstas se pastorean sin mucho trabajo. Viciversa, ni dormir completo puedo. Toda la noche tengo que estar como el alcaraván: ¡óido al zorro!, y de rato en rato me tiro del chinchorro y voy a darles una recorrida contándolas una por una, a ver si están completas las ocho.
Y la plácida mueca volvió a marcarle las mil arrugas del rostro, mientras las muchachas, rojas dé vergüenza y haciendo esfuerzo para contener la risa, refunfuñaban:
–¡Jesús, taita! Las cosas suyas.
Allanándose al tono chancero de Melesio, Santos charló un rato dándoles bromas a las muchachas. Rebullían ellas, entre complacidas y azoradas, escuchábalo el viejo con la silenciosa risa desplegada en el rostro y contemplábalo en silencio Antonio con una mirada leal.
Se presentó luego uno de los muchachos con la taza de café, que nunca le falta al llanero para obsequiar a sus huéspedes.
–Va usted a beber en la misma taza en que bebía su padre, a quien Dios tenga en su gloria –dijo Melesio–. Desde entonces, nadie más la ha usado.
Y en seguida:
–¡Conque no me morí sin ver al niño Santos!
–Gracias, viejo.
 –No tiene de qué darlas, niño. Luzardero nací y en esa ley tengo que morir. Por estos lados, cuando se habla de nosotros los Sandovales, dicen que y que tenemos marcado en las nalgas el jierro de Altamira. ¡Je! ¡Je!
–Siempre han sido ustedes muy consecuentes con nosotros. Es la verdad.
–En buena hora lo diga, para que estos muchachos que lo están escuchando sigan siempre por el mismo rumbo. Sí, señor. Consecuentes sernos y siempre lo hemos sido: hablando como nos toca y callados cuando no nos preguntan; pero cumpliendo siempre el deber en lo que nos corresponde. ¿Qué hay cosas de cosas? ¡No, señor!; lo que siempre le he dicho a Antonio: los Sandovales con los Luzardos, hasta que ellos no nos boten.
–Bueno, viejo –intervino Antonio–. Ahora no están preguntándonos.
Y Santos comprendió lo que quería decir Melesio con aquello de «callado cuando no nos preguntan». Anticipábase a los reproches que él pudiera hacerles por no haberlo tenido al corriente de las bribonadas de los administradores y dejaba traslucir el resentimiento de quienes, a pesar de la probada y tradicional lealtad, se vieron subordinados a– advenedizos como Balbino Paiba, a quien ni siquiera de vista conocía Luzardo.
–Comprendo, viejo. Y reconozco que el verdadero culpable soy yo, pues estando ustedes aquí, nadie mejor para haberles confiado mis intereses. Pero la verdad es que nunca me ocupé ni quise ocuparme de Altamira.
–Sus estudios, que no le dejaban tiempo –dijo Antonio.
–Y el despego de esta tierra.
–Eso sí es malo, niño Santos –observó Melesio.
–Y ya me doy cuenta –prosiguió Luzardo– de lo tirante que ha debido de ser la situación de ustedes en Altamira.
–Sosteniendo el barajuste, como dicen –manifestó Antonio.
Y el viejo, apoyando, en el mismo estilo metafórico de ganaderos:
–Y que no han sido pocas las atropelladas. Antonio, mijo, principalmente, ha tenido que dejarse supiritar, sobre todo por el don Balbino, y hasta aparentarse enemigo de usted para que no lo despidiera.
–Con todo y eso, ayer quiso arreglarme mi cuenta.
–Pues ahora serás tú quien le arreglará la suya. Ha hecho bien en no venir a recibirme y ojalá se le ocurra marcharse antes de que llegue, porque, después de todo, ¿qué cuentas puede rendirme, que no sean de las que siempre me rindieron sus antecesores, todas del Gran Capitán, ni qué cargo puedo hacerle, si de todas sus pillerías el verdadero culpable soy yo?
Al oír esto, Carmelito, que estaba más allá, apretándole las cinchas a los caballos amarrados a los horcones del caney grande, murmuró:
–¿No le dije? Ya el hombre está deseando que no se le presenten dificultades con el mayordomo. La regla no manca: con los patiquines no hay esperanza. A quien van a tener que arreglarle su cuenta, y esta noche mismo, es a mí, porque de madrugada voy a estar ensillando.
Y quizás hasta el mismo Antonio pensó algo semejante, a pesar de la afectuosa adhesión que le profesaba a Santos, al oírlo dispuesto a tolerar que el mayordomo se fuera tranquilo con el producto de sus pillerías, pues arrugó el ceño y guardó silencio de contrariedad.
Santos continuó saboreando, sorbo a sorbo, el café tinto y oloroso, placer predilecto del llanero, y mientras tanto, saboreó también una olvidada emoción.
El hermoso espectáculo de la caída de la tarde sobre la muda inmensidad de la sabana; el buen abrigo, sombra y frescura del rústico techo que lo cobijaba; la tímida presencia de las muchachas que habían estado esperándolo toda la tarde, vestidas de limpio y adornadas las cabezas con flores sabaneras, como para una fiesta; la emocionada alegría del viejo al comprobar que no lo había olvidado el «niño Santos», y la noble discreción de la lealtad resentida de Antonio, estaban diciéndole que no todo era malo y hostil en la llanura, tierra irredenta donde una raza buena ama, sufre y espera.
Y con esta emoción que lo reconciliaba con su tierra abandonó la casa de Melesio, cuando ya el sol empezaba a ponerse, rumbo de baquianos, a través de la sabana, que es, toda ella, uno solo y mil caminos distintos.




III. LA DEVORADORA DE HOMBRES


¡De más allá del Cunaviche, de más allá del Cinaruco, de más allá del Meta! De más lejos que más nunca –decían los llaneros del Arauca, para quienes, sin embargo, todo está siempre: «ahí mismito, detrás de aquella mata». De allá vino la trágica guaricha. Fruto engendrado por la violencia del blanco aventurero en la sombría sensualidad de la india, su origen se perdía en el dramático misterio de las tierras vírgenes.
En las profundidades de sus tenebrosas memorias, a los primeros destellos de la conciencia, veíase en una piragua que surcaba los grandes ríos de la selva orinoqueña. Eran seis hombres a bordo, y al capitán lo llamaba «taita», pero todos –excepto el viejo piloto Eustaquio– la brutalizaban con idénticas caricias, rudas manotadas, besos que sabían a aguardiente y a chimó.
Piratería disimulada bajo patente de comercio lícito era la industria de aquella embarcación, desde Ciudad Bolívar hasta Río Negro. Salía cargada de barriles de aguardiente y fardos de baratijas, telas y comestibles averiados, y regresaba atestada de sarrapia y balatá. En algunas rancherías les cambiaban a los indios estas ricas especies por aquellas mercancías, limitándose a embaucarlos; pero en otros parajes, los tripulantes saltaban a tierra sólo con sus rifles al hombro, se internaban por los bosques o sabanas de las riberas y cuando volvían a la piragua, la olorosa sarrapia o el negro balatá venían manchados de sangre.
Una tarde, ya al zarpar de Ciudad Bolívar, se acercó a la embarcación un joven, cara de hambre y ropas de mendigo, a quien ya Barbarita había visto varias veces parado al borde del malecón, contemplándola con ojos que se le salían de sus órbitas, mientras ella, cocinera de la piragua, preparaba la comida de los piratas. Dijo llamarse Asdrúbal, a secas, y propúsole al capitán:
–Necesito ir a Manaos y no tengo para el pasaje. Si usted me hace el favor de llevarme hasta Río Negro, yo estoy dispuesto a corresponderle con trabajo. Desde cocinero hasta contador, en algo puedo serle útil.

Insinuante, simpático, con esa simpatía subyugadora del vagabundo inteligente, prodújole buena impresión al capitán y fue enrolado como cocinero, a fin de que descansara Barbarita. Ya el taita empezaba a mimarla: tenía quince años y era preciosa la mestiza.
Transcurrieron varias jornadas. En los ratos de descanso y por las noches, en torno a la hoguera encendida en las playas donde arranchaban, Asdrúbal animaba la tertulia con anécdotas divertidas de su existencia andariega. Barbarita se desternillaba de risa; mas si él interrumpía su relato, complacido en aquellas frescas y sonoras carcajadas, ella las cortaba en seco y bajaba la vista, estremecido en dulces ahogos el pecho virginal.
Un día le deslizó al oído:
–No me mire así, porque ya mi taita se está poniendo malicioso.
En efecto, ya el capitán empezaba a arrepentirse de haber acoplado al joven, cuyos servicios podían resultarle caros, especialmente aquellos, que no se los había exigido, de enseñar a Barbarita a leer y escribir. Durante estas lecciones, en las cuales Asdrúbal ponía gran empeño, letras que ella hacia llevándole él la mano los acercaban demasiado.
Una tarde, concluidas las lecciones, comenzó a referirle Asdrúbal la parte dolorosa de su historia: la tiranía del padrastro, que lo obligó a abandonar el hogar materno, las aventuras tristes, el errar sin rumbo, el hambre y el desamparo, el duro trabajo de las minas del Yuruari, la lucha con la muerte en el camastro de un hospital. Finalmente, le habló de sus planes: iba a Manaos en busca de la fortuna, ya estaba cansado de la vida errante, renunciaría a ella, se consagraría al trabajo.
Iba a decir algo más; pero de pronto se detuvo y se quedó mirando el río que se deslizaba en silencio frente a ellos, a través de un dramático paisaje de riberas boscosas.
Ella comprendió que no tenía en los planes del joven el sitio que se imaginara y los hermosos ojos se le cuajaron de lágrimas. Permanecieron así largo rato. ¡Nunca se le olvidaría aquella tarde! Lejos, en el profundo silencio, se oía el bronco mugido de los raudales Atures.
De pronto, Asdrúbal la miró a los ojos y preguntó:
–¿Sabes lo que piensa hacer contigo el capitán?
Estremecida al golpe subitáneo de una horrible intuición, exclamó:
–¡Mi taita!
–No merece que lo llames así. Piensa venderte al turco.
Referíase a un sirio sádico y leproso enriquecido en la explotación del balate, que habitaba en el corazón de la selva orinoqueña, aislado de los hombres por causa del mal que lo devoraba, pero rodeado de un serrallo de indiecitas núbiles, raptadas o compradas a sus padres, no sólo para hartazgo de su lujuria, sino también para saciar su odio de enfermo incurable a todo lo que alienta sano, transmitiéndole su mal.
De conversaciones de los tripulantes de la piragua sorprendidas por Asdrúbal, había descubierto éste que en el viaje anterior aquel Moloch de la selva cauchera había ofrecido veinte onzas por Barbarita, y que si no se llevó a cabo la venta, fue porque el capitán aspiraba a mayor precio, cosa no difícil de lograr ahora, pues en obra de unos meses la muchacha se había convertido en una mujer perturbadora.
No se le había escapado a ella que tal fuera la suerte a que la destinaran; pero hasta entonces todo el horror que la rodeaba no había alcanzado a producirle más que aquel sentimiento, miedo y gusto a la vez, originado de las torpes miradas de los hombres que con ella compartían la estrecha vida de la piragua.
Pero al enamorarse de Asdrúbal se le había despertado el alma sepultada, y las palabras que acababa de oír se la estremecieron de horror.
–¡Sálvame! ¡Llévame contigo! –iba a decirle, cuando vio que el capitán se les acercaba.
Traía un rifle, y dijo, dirigiéndose a Asdrúbal:

–Bueno, joven. Ya usted ha conversado bastante. Ahora vamos para que haga algo más productivo. El Sapo va a buscar una poca de sarrapia que deben de tenernos por aquí y usted lo va a acompañar. –Y poniéndole el rifle en las manos–: Esto es para que se defienda si los atacan los indios.
Asdrúbal meditó un instante. ¿Habría oído el capitán lo que él acababa de decirle a la muchacha? ¿Esta comisión que ahora le daba?... En todo caso, había que afrontar la situación.
Al ir a ponerse de pie, Barbarita trató de detenerlo dirigiéndole una mirada de súplica; pero él le hizo una rápida guiñada de ojos y levantándose decidido, abandonó el campamento en pos de el Sapo. Era éste el segundo de a bordo, mano derecha del capitán para cuantas fuesen comisiones siniestras, y Asdrúbal lo sabía; pero irremisiblemente perdido estaba, desde luego, si demostraba miedo y se resistía a cumplir la orden recibida. Al menos llevaba un rifle y contra un hombre solamente, mientras que allí eran cinco contra él. Barbarita lo siguió con las miradas y, durante un buen rato, sus ojos permanecieron fijos en el boquete del monte por donde desapareció.
A todas éstas, los tripulantes habían cambiado entre sí miradas de inteligencia, y cuando, pocos momentos después, so pretexto de un posible ataque de los indios ribereños, el capitán les ordenó hacer una exploración playas arriba –ya le había dado una orden análoga al viejo Eustaquio–, comprendiendo que quería alejarlos del campamento para quedarse a solas con la muchacha, respondiéronle, al cabo de un corto murmullo de rezongos:
–Deje eso para más después, capitán. Ahora estamos descansando.
Era la rebelión que hacía tiempo venía preparándose por causa de la perturbadora belleza de la guaricha; pero el capitán no se atrevió a sofocarla en el acto, pues comprendió que aquellos tres hombres estaban de acuerdo y resueltos a todo, y aplazó el escarmiento para cuando regresara el Sapo, con cuya ciega adhesión contaba.
Barbarita, como se diese cuenta también de las siniestras intenciones del taita, miró a los rebeldes como a sus salvadores y corrió hacia ellos; mas, al advertir cómo la miraban, se detuvo, con el corazón helado por el terror, y maquinalmente tornó al sitio donde la dejara Asdrúbal.
De pronto cantó el «yacabó», campanadas funerales en el silencio desolador del crepúsculo de la selva, que hielan el corazón del viajero.
–Ya-cabó... Ya-cabó...
¿Fue el canto agorero del ave o el propio gemido mortal de Asdrúbal? ¿Fue la descarga repentina de la prolongada tensión nerviosa, o la sideración, misteriosamente transmitida a distancia, de un golpe mortal que en aquel momento recibía otro cuerpo: el tajo de el Sapo en el cuello de Asdrúbal?
Ella sólo recordaba que había caído de bruces, derribada por una conmoción subitánea y lanzando un grito que le desgarró la garganta.
Lo demás sucedió sin que ella se diese cuenta, y fue: el estallido de la rebelión, la muerte del capitán y en seguida la de el Sapo, que había regresado solo al campamento, y el festín de su doncellez para los vengadores de Asdrúbal.
Cuando, ahogándose en la sofocación de la carrera, el viejo Eustaquio llegó en su auxilio al grito lanzado por ella, ya todos estaban hartos, y uno decía:
–Ahora podemos vendérsela al turco, aunque sea por las veinte onzas que ofreció enantes.

                                                                   *
Reflejos de hogueras empurpuraban la oscuridad de la noche; óyese salvaje gritería. Es la caza del gaván. Los indios encienden fogatas de paja en torno a los pantanos inaccesibles; el ave levanta el vuelo, asustada por la algarabía, y sus alas se tiñen de rosa al resplandor del fuego entre las tinieblas profundas; pero, de pronto, los cazadores enmudecen y apagan rápidamente las hogueras, y el ave, encandilada, cae indefensa al alcance de las manos.


Algo semejante ha acontecido en la vida de Barbarita. El amor de Asdrúbal fue un vuelo breve, un aletazo apenas, a los destellos del primer sentimiento puro que se albergó en su corazón, brutalmente apagados para siempre por la violencia de los hombres, cazadores de placer.
De sus manos la rescató aquella noche Eustaquio –viejo indio baniba que servía de piloto en la piragua, sólo por estar cerca de la hija de aquella mujer de su tribu, que, a la hora de sucumbir a los crueles tratos del capitán, le recomendó que no le abandonase a la guaricha–; pero ni el tiempo, ni la quieta existencia de la ranchería donde se refugiaron, ni el apacible fatalismo que el son de los tristes yapururos removía por instantes en su alma india, habían logrado aplacar la sombría tormenta de su corazón: un ceño duro y tenaz le surcaba la frente, un fuego maligno le brillaba en los ojos.
Ya, sólo rencores podía abrigar su pecho, y nada la complacía tanto como el espectáculo del varón debatiéndose entre las garras de las fuerzas destructoras. Maleficios del Camajay-Minare –siniestra divinidad de la selva orinoqueña–, el diabólico poder que reside en las pupilas de los dañeros y las terribles virtudes de las hierbas y raíces con que las indias confeccionan la pusana para inflamar la lujuria y aniquilar la voluntad de los hombres renuentes a sus caricias, apasiónanla de tal manera, que no vive sino para apoderarse de los secretos que se relacionen con el hechizamiento del varón.
También la iniciaron en su tenebrosa sabiduría toda la caterva de brujos que cría la bárbara existencia de la indiada. Los ojeadores que pretenden producir las enfermedades más extrañas y tremendas sólo con fijar sus ojos maléficos sobre la víctima; los sopladores, que dicen curarlas aplicando su milagroso aliento a la parte dañada del cuerpo del enfermo; los ensalmadores, que tienen oraciones contra todos los males y les basta murmurarlas mirando hacia el sitio donde se halla el paciente, así sea a leguas de distancia, todos le revelaron sus secretos, y a vuelta de poco, las más groseras y extravagantes supersticiones reinaban en el alma de la mestiza.
Por otra parte, su belleza había perturbado ya la paz de la comunidad. La codiciaban los mozos, la vigilaban las hembras celosas, y los viejos prudentes tuvieron que aconsejarle a Eustaquio:
–Llévate a la guaricha. Vete con ella de por todo esto.
Y otra vez fue la vida errante por los grandes ríos, a bordo de un bongo, con dos palanqueros indios.
                                                             
                                                                      *

El Orinoco es un río de ondas leonadas; el Guainía las arrastra negras. En el corazón de la selva, aguas de aquél se reúnen con las de éste; mas por largo trecho corren sin mezclarse, conservando cada cual su peculiar coloración. Así, en el alma de la mestiza tardaron varios años en confundirse la hirviente sensualidad y el tenebroso aborrecimiento al varón.
La primera víctima de esta horrible mezcla de pasiones fue Lorenzo Barquero.
Era éste el menor de los hijos de don Sebastián y se había educado en Caracas. Ya estaba para concluir sus estudios de derecho, y le sonreía el porvenir en el amor de una mujer bella y distinguida y en las perspectivas de una profesión en la cual su talento cosechaba triunfos, cuando, a tiempo que en el Llano estallaba la discordia entre Luzardos y Barqueros, empezó a manifestarse en él un extraño caso de regresión moral. Acometido de un brusco acceso de misantropía, abandonaba de pronto las aulas universitarias y los halagos de la vida de la capital, para ir a meterse en un rancho de los campos vecinos, donde, tumbado en un chinchorro, pasábase días consecutivos solo, mudo y sombrío, como una fiera enferma dentro de su cubil. Hasta que, por fin, renunció definitivamente a cuanto pudiera hacerle apetecible la existencia en Caracas: a su novia, a sus estudios y a la vida brillante de la buena sociedad, y tomó el camino del Llano para precipitarse en la vorágine del drama que allá se estaba desarrollando.


Y allá se tropezó con Barbarita, una tarde, cuando de remontada por el Arauca con un cargamento de víveres para La Barquereña, el bongo de Eustaquio atracó en el paso del Bramador, donde él estaba dirigiendo la tirada de un ganado.
Una tormenta llanera, que se prepara y desencadena en obra de instantes, no se desarrolla, sin embargo, con la violencia con que se desataron en el corazón de la mestiza los apetitos reprimidos por el odio; pero éste subsistía y ella no lo ocultaba.
–Cuando te vi por primera vez te me pareciste a Asdrúbal –díjole, después de haberle referido el trágico episodio–. Pero ahora me representas a los otros; un día eres el taita, otro día el Sapo.
Y como él replicara, poseedor orgulloso:
–Sí. Cada uno de los hombres aborrecibles para ti; pero, representándotelos uno a uno, yo te hago amarlos a todos, a pesar tuyo.
Ella concluyó, rugiente:
–Pero yo los destruiré a todos en ti.
Y este amor salvaje, que en realidad le imprimía cierta originalidad a la aventura con la bonguera, acabó de pervertir el espíritu ya perturbado de Lorenzo Barquero.
Ni aun la maternidad aplacó el rencor de la devoradora de hombres; por el contrario, se lo exasperó más: un hijo en sus entrañas era para ella una victoria del macho, una nueva violencia sufrida, y bajo el imperio de este sentimiento concibió y dio a luz una niña, que otros pechos tuvieron que amamantar, porque no quiso ni verla siquiera.
Tampoco Lorenzo se ocupó de la hija, súcubo de la mujer insaciable y víctima del brebaje afrodisíaco que le hacía ingerir, mezclándolo con las comidas y bebidas, y no fue necesario que transcurriera mucho tiempo para que de la gallarda juventud de aquel que parecía destinado a un porvenir brillante, sólo quedara un organismo devorando por los vicios más ruines, una voluntad abolida, un espíritu en regresión bestial.
Y mientras el adormecimiento progresivo de las facultades –días enteros sumido en un supor invencible– lo precipitaba a la horrible miseria de las fuentes vitales agotadas por el veneno de la pusana, la obra de la codicia lo despojó de su patrimonio.
La idea la sugirió un tal coronel Apolinar, que apareció por allí en busca de tierras que comprar con el producto de sus rapiñas en la Jefatura Civil de uno de los pueblos de la región. Ducho en argucias de rábulas, como advirtiese la ruina moral de Lorenzo Barquero, y se diese rápidamente cuenta de que la barragana era conquista fácil, se trazó rápidamente su plan y, a tiempo que empezaba a enamorarla, entre un requiebro y otro le insinuó:
–Hay un procedimiento inmancable y muy sencillo para que usted se ponga en la propiedad de La Barquereña, sin necesidad de que se case con don Lorenzo, ya que, como dice, le repugna la idea de que un hombre pueda llamarla su mujer. Una venta simulada. Todo está en que él firme el documento; pero eso no es difícil para usted. Si quiere, yo le redacto la escritura de manera que no pueda haber complicaciones con los parientes.
Y la idea encontró fácil asidero.
–Convenido. Redácteme ese documento. Yo se lo hago firmar.
Así se hizo, sin que Lorenzo se resistiera al despojo; pero cuando ya se iba a proceder al registro del documento, descubrió Bárbara que existía una cláusula por la cual reconocía haber recibido de Apolinar la cantidad estipulada como precio de La Barquereña y comprometía la finca en garantía de tal obligación.
Y Apolinar explicó:
–Ha sido menester poner esa cláusula como una tapa contra los parientes de don Lorenzo, que si descubren que es una venta simulada, pueden pedir su anulación declarándolo entredicho. Para que no haya dudas, yo le entregaré a usted  ese dinero en presencia del registrador. Pero no se preocupe. Es una comedia entre los dos. Luego usted me devuelve mis reales y le entrego esta contraescritura que anula la cláusula.
Y le mostró un documento privado cuya invalidez corría de su cuenta.
Ya era tarde para retroceder, y, por otra parte, también ella se había trazado su plan para apoderarse de aquel dinero que Apolinar quería invertir en fincas, y le respondió devolviéndole el contradocumento:
–Está bien. Se hará como tú quieras.
Apolinar comprendió que también se rendía a su amoroso asedio y se complació en sus artes. Por el momento la mujer que se le entregaba con aquel tú; luego la finca. Y su dinero intacto.
Días después le comunicó a Lorenzo:
–He resuelto reemplazarte con el coronel. De modo que ya estás de más en esta casa.
A Lorenzo se le ocurrió esta miseria:
–Yo estoy dispuesto a casarme contigo.
Pero ella le respondió con una carcajada, y el ex hombre tuvo que ir a refugiarse junto con su hija, y ahora de veras y para siempre, en un rancho del palmar de La Chusmita, que tampoco era tierra suya, en virtud de aquella transacción por la cual su madre y su tío José Luzardo habían renunciado a la propiedad que les asistía sobre aquella porción de la antigua Altamira.
Ni el nombre quedó de La Barquereña, pues Bárbara se lo cambió por El Miedo, denominación del paño de sabana donde estaban situadas las casas del hato, y este fue el punto de partida del famoso latifundio.
Desatada la codicia dentro del tempestuoso corazón, se propuso ser dueña de todo el cajón del Arauca, y asesorada por las extraordinarias habilidades de litigante de Apolinar, comenzó a meterles pleitos a los vecinos, obteniendo de la venalidad de los jueces lo que la justicia no pudiera reconocerle, y cuando ya nada tenía que aprender del nuevo amante y todo el dinero de éste había sido empleado en el fomento de la finca, recuperó su fiera independencia haciendo desaparecer, de una manera misteriosa, a aquel hombre que podía jactarse en llamarla suya.
Altamira, descuidada por su dueño en manos de administradores fácilmente sobornables, fue la presa predilecta de su ambición de dominio. Leguas y leguas diéronle los litigios, y entre uno y otro, el lindero de El Miedo iba metiéndose por tierras altamireñas, mediante una simple mudanza de los postes, favorecida por la deliberada imprecisión y obscuridad de los términos con que los jueces redactaban las sentencias y por la complicidad de los mayordomos de Luzardo, que se hacían de la vista gorda.
A cada noticia de una de estas bribonadas, Santos Luzardo cambiaba de administrador, y así, de mano en mano, fue Altamira a caer en las de un tal Balbino Paiba, antiguo tratante en caballos que había tenido la oportunidad de ir a comprarle algunos a la dueña de El Miedo, y la audacia de dirigirle un requiebro en el preciso momento en que ella estaba necesitando un mayordomo para Altamira, sin que se sospechase que hubiera inteligencia entre ambos.
Fue a raíz del último pleito ganado a Santos Luzardo, enamorándole al abogado que, además de poco escrupuloso, era blando al amor. Las quince leguas de sabanas altamireñas pasaron a engrosar las de El Miedo; pero ella no se conformó con esto e hizo que el abogado recomendase a Balbino Paiba para la mayordomía vacante. Desde entonces, y trabajando sin descanso, cuantos orejanos y mostrencos habían caído por allá en rodeos y carreras fueron marcados con el hierro de El Miedo, y entretanto, el lindero errante avanzando, Altamira adentro.
Y mientras las tierras limítrofes iban incorporándose de este modo a su feudo y la hacienda ajena engrosaba sus rebaños, todo el dinero que caía en sus manos desaparecía de la circulación. Hablábase de varias botijuelas repletas de morocotas, su moneda predilecta, que ya tenía enterradas, y era fama que, una vez, cierto dueño de hato muy rico en cabezas de ganado, sabedor de que ella para apreciar su dinero no lo contaba sino lo medía, cual si se tratase de cereales, fue a proponerle:

–Présteme una cuartilla de morocotas, doña. Dice el cuento que ella fue, y vino con la medida colmada por encima de los bordes.
–¿Cómo la quiere, ño, con o sin copete?
–Rasita, doña. Porque a la hora de pagar, el copete me puede salir muy caro.
Ella quitó las monedas excedentes, pasando al ras de los bordes de la medida una regla que al efecto usaba, y dijo:
–Fíjese, ño. Así la quiero cuando me la pague: descopetada de un solo toletazo.
Esto contaban. Tal vez habría mucho de leyenda en cuanto se decía a propósito de su fortuna; pero bastante rica y muy avara sí era doña Bárbara.
En cuanto a la conseja de sus poderes de hechicería, no todo era tampoco invención de la fantasía llanera. Ella se creía realmente asistida de potencias sobrenaturales y a menudo hablaba de un «Socio» que la había librado de la muerte, una noche, encendiéndole la vela para que se despertara a tiempo que penetraba en su habitación un peón pagado para asesinarla, y que desde entonces se le aparecía a aconsejarle lo que debiera hacer en las situaciones difíciles o a revelarle los acontecimientos lejanos o futuros que le interesara conocer. Según ella, era el propio milagroso Nazareno de Achaguas; pero lo llamaba simplemente y con la mayor naturalidad: «El Socio», y de aquí se originó la leyenda de su pacto con el diablo.
Mas, Dios o demonio tutelar, era lo mismo para ella, ya que en su espíritu, hechicería y creencias religiosas, conjuros y oraciones, todo estaba revuelto y confundido en una sola masa de superstición, así como sobre su pecho estaban en perfecta armonía escapularios y amuletos de los brujos indios, y sobre la repisa del cuarto de los misteriosos conciliábulos con «el Socio», estampas piadosas, cruces de palma bendita, colmillos de caimán, piedras de curvinata y de centella, y fetiches que se trajo de las rancherías indígenas consumían el aceite de una común lamparilla votiva.
Tocante a amores, ya ni siquiera aquella mezcla salvaje de apetitos y odio de la devoradora de hombres. Inhibida la sensualidad por la pasión de la codicia, y atrofiadas hasta las últimas fibras femeniles de su ser por los hábitos del marimacho –que dirigía personalmente las peonadas, manejaba el lazo y derribaba un toro en plena sabana como el más hábil de sus vaqueros, y no se quitaba de la cintura la lanza y el revólver, ni los cargaba encima sólo para intimidar–, si alguna razón de pura conveniencia –la necesidad de un mayordomo incondicional en un momento dado, o, como en el caso de Balbino Paiba, de un instrumento suyo en el campo enemigo– la movía a prodigar caricias, más era hombruno tomar que femenino entregarse. Un profundo desdén por el hombre había reemplazado al rencor implacable.
No obstante este género de vida y el haber traspuesto ya los cuarenta, era todavía una mujer apetecible, pues si carecía en absoluto de delicadezas femeniles, en cambio, el imponente aspecto del marimacho le imprimía un sello original a su hermosura: algo de salvaje, bello y terrible a la vez.
Tal era la famosa doña Bárbara: lujuria y superstición, codicia y crueldad, y allá en el fondo del alma sombría, una pequeña cosa pura y dolorosa: el recuerdo de Asdrúbal, el amor frustrado que pudo hacerla buena. Pero aun esto mismo adquiría los terribles caracteres de un culto bárbaro que exigiera sacrificios humanos: el recuerdo de Asdrúbal la asaltaba siempre que se tropezaba en su camino con un hombre en quien valiera la pena hacer presa.